GURDJIEFF ARGENTINA
 
 

 

La Ciudad Diamantina de la Graciosa Recompensa

En los días cuando la dinastía T ' ang gobernaba en Singafú", cierto Emperador del Reino Intermedio se encontraba sentado en una habi­tación interior de su Palacio, reflexionando sobre un pasaje de las escrituras del Tao.

"Cuando las relaciones familiares ya no son armoniosas", leyó, los hijos son sumisos, y los padres son devotos".

El Emperador suspiró pensando en su hijo, el príncipe Fu-hai, quien, aunque modelo de virtud filial, escondía tan profundamente sus sentimientos, que nunca era posible saber lo que pensaba, ni estar seguro de que no había frialdad en su corazón.

¿Qué padre había hecho por su hijo más de lo que él había hecho? Años ha, había mandado construir para él un magnífico Palacio — el de las Campanas de Oro — con jardines en los que florecían las begonias y las acacias, y pabellones de primorosa construcción donde pu­diera alojar a sus esposas cuando casara. Con cuanta devoción paternal había tratado de encontrarle esposas poseedoras de todos los encan­tos femeninos y todas las virtudes conyugales!

Había despachado agentes a todos los luga­res del Reino, para catalogar detalladamente la información de las damas casaderas de buena cuna. Y aún después que la lista fuera expurgada por el Emperador y la Emperatriz en per sona, quedaban en ella más de mil nombres.

Tan atractivas eran algunas descripciones, que seguramente la mayor parte de los jóvenes se hubieran enamorado aún antes de verlas -pero el Príncipe no daba ninguna señal de calor. Y cuando su padre lo conminó a decir por qué mostraba tan poco entusiasmo, respondió: "Señor, he podido observar que el amor en­tre hombres y mujeres es como flor que nace en el desierto luego de breve lluvia — que se marchita cuando llega el calor del mediodía; y ha llegado a mis oídos que en muchos hogares las mujeres pelean entre si y el marido es como el marinero de un barco sacudido por la tempestad, "

Entonces su madre lo recriminó recordán­dole los grandes trabajos que se estaban tomando para encontrarle adecuadas esposas; pero el Príncipe se limitó a inclinarse sumisamente, sin decir palabra.

Esa noche, el Emperador, que no pudo dormir pensando en las palabras de su hijo, decidi ó llamar a los astrólogos de la Corporación Imperial y pedirles consejo.

De manera que a la mañana siguiente fueron despachados correos a los más acreditados astrólogos del Reino. Los mensajeros — que salieron a caballo y a gran velocidad, llevaban manojos de cascabeles de plata a la cin­tura para avisar su llegada a fin de que en las postas les tuvieran preparados caballos de refresco. Un mes más tarde gran cantidad de astrólogos se había congregado en Singanfú, siendo recibidos por el Emperador en los jardines de su Palacio de Jade.

Después del largo y complicado intercambio de cortesías impuesto por la etiqueta, el Emperador les comunicó que el Príncipe, que estaba pensando casarse, había observado que el amor pronto se enfría, y oído que en muchas casas la serenidad del hombre se ve turbada por las peleas de las mujeres. ¿Sería posible casarlo con tal sabiduría que pudiera asegurársele in­quebrantable armonía?

El jefe de la Corporación hizo una reverencia y solicitó permiso para retirarse a consulta con sus colegas. Era un hombre de aspecto sañudo, de ojos penetrantes, boca dura y recta, y grandes barbas grises, Cubría su rapada cabeza con alto y negro bonete de mago, decorado con la figura de las Cinco Cumbres Monta­ñosas, y llevaba en su mano izquierda un aba­nico de exorcista teñido con los cinco colores,

A la mañana siguiente, congregados nueva­mente los astrólogos en el jardín del Palacio, el Jefe tomó la palabra y dijo: "Señor de Diez Mil Años, estos insignificantes siervos vuestros han examinado el horóscopo de la Exaltada Persona del Príncipe; y surge que las estrellas se encontraban en conjunción favorable a la hora de su nacimiento. Que el Nacido del Cielo no abrigue, pues, temores respecto al feliz resulta do de su matrimonio, desde que la buena suer te que desciende de los antepasados de Su Exaltada Persona lo garantiza."

Agradeció el Emperador tan alentadoras palabras; pero observó que habían cerca de mil damas elegibles para casar con el Príncipe, y que en consecuencia se hacía necesario elegir entre ellas.

Después de consultarse, los astrólogos pi­dieron y obtuvieron permiso para retirarse a examinar los horóscopos de las aspirantes, cosa que tomó algunas semanas.

Vueltos a reunir, el Jefe de la Corporación hizo la séptuplo reverencia y dijo: "Oh Augusto y Omnisciente Hijo del Cielo: Estas innobles ratas han ejercido al máximo sus miserables poderes, examinando las estrellas por muchos días y muchas noches sin dormir; y han llegado a la conclusión de que hay, entre todas, cua­tro damas con las que la Exaltada Persona del Príncipe tiene asegurada perdurable felicidad".

Entonces las nombró — y fue con ellas que en el debido curso del tiempo, el Príncipe, obedientemente, se unió en matrimonio.

La primera se llamaba Arroyuelo Cantarín y estaba tan llena de gracia como un sauce mecido por la brisa.

La segunda era su medio-hermana, Loto Escarlata, tan hermosa como un durazno en flor.

Brillante Estampa era la tercera. Versada en los Sutras, había sido cabalmente educa da en la virtud de la obediencia.

La ú ltima, Preciosa Virtud, era tan sensi­ble que se decía que su corazón poseía las ocho aberturas. El matrimonio fue celebrado con grandes fi­estas populares, y los regalos recibidos por el Príncipe fueron magníficos en extremo; pero só lo mencionaremos uno de ellos. Un sacerdote viajero del Tao, uno de esos Doctores Celes­tes que son tenidos en gran respeto aún en las casas de los reyes, le regalo una pequeña doncella llamada Brisa de la Mañana, con encargo de estar siempre al servicio de quien el Príncipe amase más.

Esto planteó un difícil problema, porque las cuatro esposas manifestaban amar entrañablemente a su Señor; y éste no podía decidir cual era su favorita. Para mayor complicación Brisa de la Mañana no servía para trabajos pesados, sino como dama de compañía; por lo que hubo gran rivalidad entre las esposas para lo­grar el honor de llegar a ser la reconocida favorita, A pesar de todo ello, el matrimonio e ra feliz, al punto que Fu-hai se jactaba de que su nombre, que significa Mar Feliz, le sentaba como un guante.

Pero una noche en que volvía de una fiesta con amigos, el Príncipe fué atacado por un grupo de bandidos. Estos lo dejaron tan malamente herido, que estuvo entre la vida y la muerte durante muchas semanas.

En esa ocasión, habiendo recuperado por un momento la conciencia, creyó oír un ruido co­mo de tormenta. Eran sus cuatro mujeres que discutían respecto a cual debería tomar preeminencia sobre las demás cuando él muriese, y sobre cómo debería repartirse la propiedad.

En otro momento de lucidez, oyó que Arroyuelo cantarín decía: "Un pájaro en la mano es mejor que cien volando; hemos estado esperando por tanto tiempo los cuatro llamados del casamentero, que da pena perder ahora el ma­rido tan largamente ansiado".
"¿Es esa la manera para hablar de la inminente muerte de nuestro marido?", recriminó Preciosa Virtud. Pero su voz era dura.

Somos jóvenes y sanas", suspiraba Bri­llante Estampa, y el Libro de los Ritos nos obliga a eterna viudez si nuestro señor muere".

Loto Escarlata gemía: "El luto será largo: sólo de pensar en ello me aburro".

Salieron las esposas de la habitación del doliente; y Brisa de la Mañana, que había permanecido prudentemente en la puerta, aprove­chó para deslizarse hasta el lecho, a cuyo lado cayó de rodillas. Las lágrimas rodaban por sus mejillas como perlas que se desprenden de un collar cuando se rompe el hilo; ll o rando y golpeándose el rostro en señal de dolor, invocaba a Yama, el Señor de la Muerte, pidiéndole que la llevase a ella en lugar de al Príncipe, sin el sol de cuya presencia no sa­bría vivir.

En eso volvió Preciosa Virtud, y, al ver a Brisa de la Mañana se puso amarilla de furia.

"Crápula", dijo. "¿Quien te dio permiso para entrar en la habitación del Señor?" — y la sacó a empujones.

Fu-hai se durmió.

Poco a poco su salud se fué recuperando; pero a nadie dijo nada de lo que había oído.

Cuando estuvo bien del todo se hicieron mil festejos; con representaciones teatrales, reci­tados, y ofrecimientos de incienso y plegarias. Los árboles de los jardines de invierno del Emperador fueron adornados con flores artificiales, y los arroyos y estanques se alumbraron con linternas de colores que tenían la forma de lotos, cigüeñas, y patos. Pero el príncipe no se sentía alegre sino melancólico, porque sabía que no había verdadero afecto en sus cuatro esposas, ni armonía cierta en su hogar. De to­da su casa, cuando estuvo a la muerte, sol o Brisa de la Mañana había sentido auténtico do­lor.

Antes de su enfermedad apenas la había notado; pero ahora, al mirarla, vió por primera vez que su aspecto era tan agradable como las flores en una mañana primaveral, que sus ojos eran bellos, y que su pestañar semejaba los ripios del agua en un profundo y claro estanque. El amor nació incontenible en su corazón como los pimpollos del loto cuando el sol calienta —y pronto la tomó por amante.

Las cosas empeoraron. El príncipe se sen tía exasperado ante sus esposas cuya sola presencia lo irritaba. Como ya no las amaba, su hogar se le fue haciendo más y más Intolera­ble. Pronto comenzaron a producirse continuas peleas; y la salud del Príncipe empezó a resentirse.

El Emperador, preocupado por los sucesos, pensó que quizá el Príncipe encontraría alivio en nuevos deberes — y lo nombró Go­bernador de una de las Provincias del Norte.

Tan pronto como recibió su nombramiento, el Príncipe Fu-hai, advirtiendo que sus cono­cimientos de la vida del pueblo eran muy rudimentarios, decidió mejorarlos, Al efecto, una mañana, vestido corno un sirviente, dejó su casa en secreto y se lanzó a las calles de incógnito. Todo el día vagó por la ciudad. Estuvo en el barrio de los astrólogos y en el de los médicos; pasó por los puestos de los barberos con sus hornillos portátiles, y de los dentistas, adornados como testimonio de habilidad con collares de colmillos y muelas; se codeó con los cambistas, grabadores, remendones -ambulantes y vendedores de sombrillas. Va­rias veces tuvo que hacerse a un lado, para dar paso a la procesión de algún hombre importante, con su séquito de banderas y sombrillas, linternas e insignias. En una ocasión se topó con un convoy de dromedarios cargados de carbón que venían de la Tartaria. Oyó a los vendedores de vino de arroz que lanza­ban Sus pregones reclamando su atención, Y en el barrio de las Flores, jovencitas ataviadas con túnicas de brillantes colores bordadas de flores y mariposas lo llamaron quedamente invitándolo a pasar las horas de la siesta en las delicias del amor transitorio...

Ya al caer la tarde se encontró con un anciano de cabeza rapada a los lados y mechón sujeto con broche de oro. Vestía oscura túnica y portaba a la cintura un gran sable de bronce; se ayudaba a caminar con un bastón de nueve nudos y de su morral asomaban es­crituras y rollos de oraciones. El Príncipe, reconociendo en el viandante a un Doctor Celeste, consintió en acompañarle cuando le ro­gó conducirlo a la Puerta del León.

Mientras andaban el anciano dijo: "Esta escrito : Una unión feliz con esposa e hijos, es como música de laúdes y arpas".

"No te falta sabiduría", respondió el Príncipe, "pero no alivia la carga de mis lomos, y mi espíritu sigue agobiado."

El anciano no contestó sino luego de un largo rato, "Lejos de mí pedirte que violes las reglas de la reticencia; pero si lo desearas, es posible que pudiera ayudarte."

Así invitado, Fu-hai comenzó a hablar de sus dificultades. A medida que iban andando, ahora por la calle principal de la ciudad, que hervía de sillas y carros pintados de alegres colores en los que las damas de Singanfú pa seaban gozando de la fresca de un atardecer de verano, fue contando al anciano lo que ha bía en su corazón. Le explicó cuánto había ansiado llevar una vida de hogar llena de ar­monía, y cómo había fracasado a pesar de to­dos los cuidados que habían sido tomados pa­ra elegirle esposas. Le habló también de Brisa de la Mañana y de lo que sobre su rol en su hogar había manifestado el sacerdote que la regaló cuando las bodas...
E1 anciano escuchaba con atención.

"Mi nombre es Chieh Ching", dijo, "y no ignoro los principios del Tao. Conocer la armonía del Tao es acercarse a la armonía Suprema; pero para una empresa tal se requie­ren grandes sacrificios".

El Príncipe, que comenzaba a sentir una extraña exaltación al hablar con el anciano, juró entonces por el Sol y ante el Buddha Amitabha que estaba dispuesto a abandonar cuanto poseía, incluyendo su Gobernación, si con e llo pudiera alcanzar la Armonía y la Paz.

Chleh Chlng respondió: "Está escrito. Si el gobierno es lerdo e inactivo el pueblo es feliz y próspero; si en cambio es discriminativo, las gentes se muestran insatisfechas e inquietas. El pueblo ni nota a los grandes go­bernantes, se apega y elogia a los mediocres y teme a los malos".

A medida que hablaban fueron llegando a uno de los puentes de la ciudad en el momento en que el vigilante de la torre miraba su reloj de agua y golpeaba por una vez su gong de madera anunciando la primera hora de la no­che. Esto distrajo la atención del Príncipe un instante…y Chieh Ching desapareció.

El antiguo Gobernador de la provincia a la que fue asignado el Príncipe era un hombre de sangre Hunnish que había oprimido al pueblo de manera tan atroz que se produjo una rebelión y fue asesinado. El gobierno militar que se formó en seguida tomó severas represalias; y cuando Fu-Hai tomó el gobierno halló al pueblo sumamente descontento y nervioso. Recordó entonces la enseñanza de Chleh Ching, y de inmediato levantó todas las sentencias que pesaban sobre los rebeldes que no habían sido ejecutados, y empezó a gobernar con gran lenidad. Le fue fácil hacerlo, porque supo rodearse de gentes instruidas y nombrar oficia­les por el sistema de exámenes públicos.

Sin embargo la camarilla militar le era hostil, haciéndolo víctima continua de sus Intrigas en la capital. El Primer Ministro, que había esperado fuese nombrado uno de sus sobrinos como Gobernador, envió agentes agitadores a la provincia, refiriendo luego los hechos a su manera al Emperador, con el ánimo de desa­creditar al Príncipe.

Los asuntos se enredaron tanto que Fu-hai se vió obligado a volver a Singanfú. Allí encontró a sus esposas, peleando entre si cada vez más groseramente Entonces pensó: "Si no puedo gobernar mis cuatro mujeres, cómo pretendo mandar una Provincia?" Y decidió permanecer en Slngafú hasta haber ordenado su casa, Pero durante su ausencia sus mu­jeres se habían vuelto tan arrogantes que to­dos sus intentos disciplinarios desembocaban siempre en abierta rebelión. Un día, ya lle­no de ira, las amenazó con el divorcio so pretexto de desobediencia y celos.

Ahora casi las odiaba. Y cuanto más crecía su aversión por ellas más se sentía atra­ído por Brisa de la Mañana, que siempre se las sabía ingeniar para devolverle el buen hu­mor. Cuando estaba con ella a solas olvidaba a sus esposas y era feliz.

Sin embarco una tarde en que paseaban juntos en una barca cayó de pronto en profundo silencio. Ella lo notó de inmediato y le preguntó: "¿Qué te pasa, amor mío?"

"Quienes nada tienen que perder nada tie­nen que temer; poro yo que tengo a Brisa de la Mañana soy cobarde", respondió el Príncipe.

Rió ella de sus temores. "Aún si llegaras a ser un mendigo leproso no disminuirá mi amor por ti".

Fu-hai suspiró. "Bien puede ocurrir que nuestro amor dure hasta la muerte, pero ¿será siempre esto mágico que es hoy? En verdad te digo que antes de verlo atenuado y en­tumecido prefiero mil veces morir esta misma noche y renacer como bestia salvaje."

Brisa de la Mañana echó la mirada fuera de la toldilla de seda de la barca hacia La es­tela de fuego que el sol poniente dibujaba so­bre el agua. Los remos del botero se hun­dían en el espejo, y de la sentina subían las voces de un coro de niñas cantando el 'pi-pa'.

"Mi señor, en verdad que es mágico nuestro amor", dijo ella; y agregó en seguida con picardía, 'quizá' Chieh Ching pueda tejer un encanto capaz de preservarlo para siempre sin cambio" ,

El ceño de la frente de Fu-hai desapareció, y la nube que estaba a punto de formar­se fue desvanecida. Una de las chicas del coro los alcanzó una bota de vino del sur de la que ambos bebieron, y una de las actrices del conjunto les recitó un poema sobre la hermo­sa y legendaria Hsi Shih, que quizá fuera es crito por la propia Brisa de la Mañana.

En el ínterin seguían fermentando las difi­cultades. Loto Escarlata, Brillante Estampa, Arroyuelo Cantarín, y Preciosa Virtud, en­viaron mensajes a sus parientes anunciándoles que el Príncipe se había enredado con una doncella del servicio y que amenazaba con di­vorciarse de ellas. Y estos, algunos de los cuales eran altos dignatarios del Reino, presentaron sendas quejas agraviándose y soste­niendo que sus respectivas familias eran obje to de humillaciones gratuitas. El Censor dio oídos y elevó las quejas al Emperador.

Abrumado por el cúmulo de malos informes contra el Príncipe, el Emperador sintió en lo más profundo de su corazón el hecho de que su hijo estuviese comportándose de una manera tan impropia, y por varios días no probó bocado. El afecto que por él sentía como padre, lucha­ba contra su alto sentido del deber. Cuando por fin se decidió a llamar a Fu-hai, le dijo:

"Está escrito. El primer deber de un hi­jo es atender diligentemente los deseos de sus padres; el siguiente es servir con lealtad al Gobierno; y el tercero es hacerse una buena reputación. Tú olvidaste mis deseos, descuidas te tus obligaciones oficiales, y lo que de ti se dice en las calles es indigno. En las bocas de los hombres te has convertido en un perro"

Fu-hal se limito a arrodillarse humildemente. "Tus palabras no han dejado a tu hijo un lugar donde posar sus pies", dijo.

"Mal hijo ! ", exclamó el Emperador. "Al obligarme a castigarte hieres a tu padre mucho más severamente" .

Entonces pronunció la sentencia — que fue la de destierro a una remota región en el nor­te de la provincia, donde la Gran Muralla pro­tege al Reino Intermedio contra los bárbaros mongoles del Desierto Oriental. Y una vez que hubo hablado, volvió el rostro para dar a entender que la entrevista había terminado.

Con la cabeza baja el Príncipe salió de es­paldas hasta pasar las inexpresivas caras de los Guardias del Dragón — y volvió tristemen­te a su casa.

Grandes fueron los lamentos de sus cuatro mujeres cuando oyeron las noticias. Amargamente deploraban ahora haberse quejado a sus parientes, porque la sentencia de destierro les incluía. En pocos días debían decir adiós al Palacio de las Campanas de Oro y a todas las comodidades de Singanfú. De pie frente a las ornamentadas columnas de sus pabellones, se golpearon el rostro en señal de desesperación y mirando el jardín de las Fragancias Concentradas, lloraron. Sólo Brisa de la Mañana permaneció tranquila; y el Príncipe pudo ob­servar que mientras sus cuatro mujeres sólo se preocupaban de sus propias desgracias, Brisa de la Mañana empezaba a convertirse en fuente de fortaleza y simpatía para todos, incluso las cuatro mujeres.

Este hecho se hizo más y más notable en los oscuros días del exilio, cuando tuvieron que compartir un triste pabellón que fuera ba­rraca militar. Al principio las cuatro esposas se quejaban continuamente; pero el Príncipe, que estaba convencido de que todas sus dificultades habían nacido de su propia debili­dad, comenzó a disciplinarlas a la manera de un domador que desbrava un tiro de caballos salvajes. Fue verdaderamente severo con ellas; pero Brisa de la Mañana siempre supo suavizar su severidad, y gradualmente los sen timientos de las cuatro mujeres hacia ella fue­ron cambiando, y día llegó en que pudieron vivir todos bajo un mismo techó sin hostilidad.

Una mañana, el Príncipe salió a caballo en compañía de Brisa de la Mañana, Fuera de la Gran Muralla, en el borde del desierto, dieron con un ruinoso Templo llamado De la Luna que se Pone; y ya cerca vieron salir de él un hombre de oscura túnica en quien con gran asom­bro reconocieron a Chieh Ching.

Luego de los saludos habituales Fu-hai dijo con algún reproche: "He seguido tus conse jos, y mira en qué he venido a parar. ¿Hay bajo el cielo una desgracia como la mía?"

"Para los virtuosos, aún en la hoguera nacen los lirios", contestó el sacerdote.

"Tengo mi lirio; mi amor por Brisa de la Mañana. Pero acaso no se marchitará como cualquier flor cuando lleguen los fríos del oto­ño?", replicó Fu-hei.

Chleh Ching fijó su mirada en lo alto. "El que aspire a un amor sin cambio debe cobijar se en la Diamantina Ciudad de la Graciosa recompensa", dijo.

"¿Y dónde está ella?", replicó el Príncipe.

Chieh Ching no contestó; continuaba mirando hacia arriba pero sin hablar. Brisa de la Mañana levantó la vista y batió palmas. Entonces Fu-hai también miró, y he ahí que flotando en el aire a la altura de una montaña, vió una ciudad tan hermosa que parecía hecha de esos puros diamantes que el rocío pone en las mañanas claras. Por largo rato contemplaron llenos de asombró las aflautadas torres, las espiras y agujas, los irisados domos y las coloreadas pagodas que brillaban como flores que se reflejan en un estanque... Cuando bajaron los ojos, Chieh Ching había desaparecido.

Entonces Fu-hai llamó a sus siervos, ve­nidos con él y que habían desmontado a pru­dente distancia, preguntándoles dónde había ido el anciano; pero nadie había visto nada; y al inspeccionar el Templo la única señal de vida que encontraron fue una legión de cucara­chas.

"Hijos de Tortugas ", exclamó el Príncipe " ¿Es que sois ciegos? Levantad los ojos y mirad lo que flota en el aire !”

Todos obedecieron y miraron. Pero aunque la Ciudad Diamantina seguía flotando luminosa en el vaporoso azul, nadie pudo verla...

Esa tarde Fu-hai y Brisa de la Mañana -volvieron al Templo acompañados de las cua­tro esposas. La Ciudad Diamantina continuaba brillando en el espacio con sus vivos cambiantes colores, Pero ninguna de las mujeres pudo verla hasta que Brisa de la Mañana fue describiéndola con tanto calor de sentimiento, que la visión fue apareciendo ante sus ojos como si fuese un sueño que despierta.

¿Quien, al contemplarla, no se siente inva dido por el ardiente deseo de habitar entre sus muros? Desde ese momento Brisa de la Ma­ñana, el Príncipe, y sus cuatro esposas, que daron unidos por ese común anhelo, cuyo cumplimiento les parecía un imposible tan irrealizable como encontrar la fabulosa tierra subterránea en que habitan los enanos que se atan entre sí por miedo a ser arrebatados por las águilas.

Aunque; Chieh Chlng había desaparecido, el Príncipe alimentaba la esperanza de encontrar lo de nuevo, o por lo menos de recibir men­saje suyo.

Un día en que se encontraba cazando, su halcón atacó una inmensa garza blanca que pasaba volando muy alto, y ésta, que abrió el pico al ser acometida, dejó caer una caña que en él llevaba; en el interior de la caña había un papel de arroz en el que estaba escrito: "Aquel cuyo corazón está puesto en la Ciudad Diamantina no podrá alcanzarla sino con la ayuda de muchos humildes que lo deseen con el mismo ardor. Considera esto y obra en consecuencia".

Leer estas palabras y llenarse de optimis­mo fue todo uno; pero pronto la esperanza se tornó en perplejidad, por que ¿cómo podrían ellos, pobres exilados, ir en busca de otros que estuviesen dispuestos a unírseles en tan extraño viaje? A falta de mejor plan, Fu-hai hizo uso de su autoridad como Príncipe Impe rial enviando palabra a los habitantes de los pue blos vecinos, ordenándoles congregarse en el Templo en determinado día. Y como el pue blo no había olvidado su bondad cuando gobernante, algunos centenares obedecieron. Pero de todos, sólo un puñado pudo ver la Ciudad con ayuda de Brisa de la Mañana.

Sin embargo, estos pocos quedaron tan maravillados ante la vista, que al volver a sus casas hablaron de ello con cuantos quisieron oírles. Y eso hizo que otros también viniesen. Y así, poco a poco, la fama de la Ciudad Diamantina se fue extendiendo por la provincia, y formándose verdaderos ríos de peregrinos hacia el Templo de la Luna que se Pone.

Una historia tan notable como esta no tar­dó en llegar a oídos de la Corporación Imperial de Astrólogos; y en el debido curso de tiempo uno de los Censores recibió la visita de una delegación de la Corporación. Venía ésta encabezada por el Jefe en persona, quien postrándose y golpeando su cabeza en el sue­lo, dijo; "Oh Muy Discreto e Incomparable en Virtud! Ha llegado a los oídos de estas nadidades que el Príncipe Fu-hai esta en comunicación con una persona que, por arte de perversos encantos y magia negra ha creado la ilusión de una ciudad celeste con el propósito de engañar los sentidos de Su Alteza. Quie­ra Vuestra Excelencia solicitar al Augusto y Omnipotente Hijo del Cielo ordene a Su Alte­za abjurar de los experimentos de los advenedizos irresponsables, y se adhiera á los dictados de la Hechicería Profesional. "

El Censor hizo sus averiguaciones y elevó los i nformes al Emperador. Y como la Corporación de Astrólogos era un cuerpo in­fluyente y poderoso, el Emperador, que estaba acariciando la intención de perdonar al Príncipe, juzgó más discreto esperar a que este nuevo asunto fuese olvidado, y, para conciliar emitió un decreto prohibiendo a sus súbditos visitar el Templo de la Luna que se Pone. Pero ya era tarde. Por que muchos de los que pudieron ver la Ciudad Diamantina deseaban ya tan ardientemente alcanzarla, que se mantuvieron fieles al Príncipe, como sier­vos de un Señor feudal. Y éste, que aunque exilado seguía siendo un Príncipe de la Sangre y como tal sus necesidades eran amplia y regularmente provistas, pudo proveer la alimentación de todos, especialmente por que en China un chino puede vivir con un puñado de arroz diario.

Un día, cuando el número de sus seguidores hubo llegado a cerca de doscientos, Chieh Chlng hizo súbita aparición.

"No te falta perseverancia" le dijo sin ceremonias, "pero si quieres llegar a la Ciudad Diamantina es necesario que cumplas una pe­sada tarea. Si tu corazón sigue firme en su propósito, el Templo de la Luna que se Pone será el punto de partida de tu celeste jornada".

"Si me Iluminas, te oiré reverentemente", respondió Fu-hal con humildad.

Entonces Chieh Chlng le dijo perentoriamente que debía mudarse al Templo de la Luna -que se Pone con Brisa de la Mañana, sus cuatro esposas, y toda su compañía, a los efec­tos, de cumplir allí la Tarea del Triple Mérito.

Ahora bien. Fu-hal había sido tratado si­empre con todos los respetos debidos a su condición de Príncipe de la Sangre; y recibir órdenes de un sacerdote, aunque se trate de un Doctor Celeste, fue algo que le cayó pesado. Sus esposas no lo ayudaron a tragar el bocado; al contrario: hicieron burla de él diciendo que estaba embrujado con la magia del Tao. Si no hubiese sido por la inquebrantable fe de Brisa de la Mañana, seguramente las indicaciones de Chieh Ching no hubiesen sido obedecidas, y el viaje al cielo hubiese terminado allí mismo. Pero como Brisa de la Mañana se las ingenió para lograrlo, a la mañana si­guiente, aunque algo resentido el Príncipe por la manera poco cortés con que fue tratado, y de mala gana sus cuatro esposas, todos se pusieron en marcha hacia el Templo de la Luna que se Pone.

Allí estaba Chieh Chlng para recibirlos; y bajo su dirección se hicieron los preparativos para albergar y dar alimento a la numerosa comitiva. Preparativos muy sencillos; el Templo fue dividido en dos grandes sectores, y se cocló alimento sencillo; el mismo para todos, Y tanto repugnó al delicado gusto de Fu-hai lo ordinario del alimento que quiso enviar por al go más de su agrado, Pero Chleh Ching di­jo con brusquedad: "Cualquiera que vuelva atrás no puede regresar; el viaje a la Ciudad Diamantina ya ha comenzado." Al oír esto, el Príncipe montó" en cólera... y Chieh Ching se desvaneció como una nube de humo.

Entonces Brisa de la Mañana lloró. Y Fu hai que no podía verla sufrir, se humilló, y comió con los demás del grosero alimento. Y aunque las esposas se quejaron de lo inconfortable e ignominioso de la situación, esa no­che todos durmieron tendidos sobre el suelo. A la mañana siguiente al despertar, el Príncipe vio a Chieh Ching a su lado, de pié, co­mo Invitándolo a hablar

"Si te dignas iluminarme lavaré mis oídos y te escucharé atentamente”, dijo el Príncipe.

Entonces Chieh Ching explicó que para llegar a la Ciudad Diamantina es necesario tejer una escala de tramos vivientes con los cabellos de toda la compañía. Y nadie podía evitar el sacrificio, porque el cabello de cada persona posee una peculiaridad propia que falta en el de los demás.

Al olr esto Fu-hal miro las cabezas de sus cuatro hermosas esposas, y el lustroso cabe llo de Brisa de la Mañana, brillante y negro como la laca; y su corazón se desanimó. Y cuando las palabras de Chieh Ching fueron comunicadas al resto, hubo gran consternación, porque en China la cabellera es tenida en mucho aprecio. Entonces, viéndolos desanima­dos, Brisa de la Mañana, en un arranque, tomó un cuchillo y de un tajo cortó su cabello; y aunque se sucedieron grandes exclamaciones, alentados por su ejemplo, los demás hicieron lo propio,

Chieh Ching les explicó entonces cómo ha­bía de tejerse la escala. Era una tarea difícil porque de acuerdo con la doctrina del Tao los cabellos debían ser tejidos de a tres: un cabello de un hombre, uno de una mujer, y uno de Brisa de la Mañana, cuyo ardiente espíritu era el que los unta a todos. El método del tejido era sumamente intrincado y muy difícil de captar; pero Preciosa Virtud fue capa z de comprender el principio, y Brillante Estampa pudo explicarlo con palabras, Arroyuelo Cantarín tenía el don de la organización, y Loto Escarlata era rápida para la tarea manual. De manera que con el don de autoridad de Fu hai y el poder de inspiración de Brisa de la Mañana, toda la compañía se puso a la tarea. Excepto Brisa de la Mañana cuya cabellera crecía con tanta velocidad que podía ser cor­tada dos veces por hora, cada mañana todos s e cortaban los cabellos, y cada día estos crecían a su largo primitivo.

¿Quien podría describir lo duro y tedioso de la Tarea del Triple Mérito? Cada hebra de cabello tenía que ser entretejida separadamen te; y si se cometía cualquier error debía deshacerse el trabajo y comenzarse nuevamente. Muchas veces le parecía a Fu-hai que sus ojos se apagarían con la edad antes, de que pudiera terminarse el trabajo; y muchas veces el ánimo estaba tan bajo que apenas podían seguir la labor. En cierta ocasión, cuando enfermó Brisa de la Mañana, la Tarea estuvo a punto de ser abandonada, por que sólo la vis­ta de la Ciudad Diamantina era capaz de mantener vivo el entusiasmo; y sin Brisa de la Mañana nadie podía verla.

Sin embargo, gradualmente, a medida que la labor continuaba, todos se fueron haciendo cada vez más hábiles y rápidos. Y a causa de que los cabellos estaban mágicamente entre tejidos, la escala poseía vida propia, y crecía por sí misma como si fuese una planta de frijoles; al principio muy despacio, luego más rápidamente. Y llegó el día en que estuvo, por fin, terminada.

Pero ¿cómo levantarla? ¿Cómo fijarla so­bre los muros de la Ciudad Celeste?

"El sabio nunca intenta lo imposible; y así lo logra", dijo Chieh Ching. "El se limita a remover los obstáculos y deja que las cosas se desarrollen de una manera natural. La Ciu­dad Diamantina no esta separada de la naturaleza; y desea tener ciudadanos tan ardiente mente como vosotros deseáis poseer la celeste ciudadanía."

"Que nadie cuyo corazón no esté debidamente templado para atravesar los Tres Abismos, ponga pié en la escala", dijo. "El pri­mer Abismo ha de ser atravesado por la as­tucia, el segundo con la ayuda de los Demonios, y el tercero por el Poder de la Ciudad y de sus ciudadanos, que no pueden morar en ella si no es mediante la ayuda que den a los que los sigan".

Por fin comenzó la ascensión. Primero su bió Brisa de la Mañana, que lo hizo rápidamente y pronto se perdió de vista; luego fue­ron siguiendo los demás en el orden indicado por Chieh Ching. No hubo dos que se comportaran igual. Algunos iniciaban la carrera con gran rapidez pero pronto se cansaban y continuaban a paso de caracol; otros subían con velocidad invariablemente constante; otros, en fin, trepaban unos pocos pasos pe­ro se ponían nerviosos y se pegaban a las cuerdas como gusanos obstruyendo el camino de los que venían atrás; y uno o dos miraron hacía abajo, y habiendo sentido vértigo, cayeron.

El último en subir fue el Príncipe, lleno de la fuerza de su juventud, sólo preocupado por la seguridad de sus cuatro esposas que ahora había aprendido a amar y cuyos diminutos pi­es se apoyaban en las cuerdas sobre su cabeza.

Arriba y más arriba fueron subiendo todos. Pronto estuvieron a la altura de las nubes que navegaban como juncos en el aire, al tiempo que desde allá abajo les llegaba el sonar del gong del Templo, débil como el zumbar de un alado insecto.

A medida que trepaban el intervalo entre los escalones se iba también dilatando hasta que llegó el momento en que ya no fue posible continuar. Entonces los envolvió una nube, y el Príncipe sintió como si sus pies estuvieran pisando sobre una plataforma que se hacía ca­da vez más amplia y sólida. Cuando la nube pasó, pudo ver que se encontraba en un camino ante las puertas de una ciudad.

Todavía sorprendido frente al inesperado acontecimiento, vio bajar de su silla y venir hacía él un alto mandarín vestido con la túnica del Dragón y adornado con un ceñidor de jade, al tiempo que su séquito de portadores de gongs, banderilleros, soldados y servidores, quedaban a respetuosa distancia.

El recién llegado se inclinó con las manos unidas y dijo; "¿Podré vanagloriarme de recibir la condescendencia de vuestros honorables pasos? Esta es la Ciudad de la Medialuz del Reposo en las Nubes, y de ella este espanta­pájaros de palo y paja es el indigno Prefecto. Si Vuestra Alteza quisiera iluminarme lavaré mis orejas y os escucharé con reverencia."

La etiqueta impidió que el Príncipe, que sentía muchísima sed luego del agotador ejercicio cumplido, expresase de inmediato su deseo de tomar algún refresco. Antes, uno y otro se preguntaron por la salud de sus parientes; y cuando por fin Fu-hai acepto una invitación al Pabellón de la Nube de Colores, fue todavía, necesario esperar a que llegasen las sillas que condujeron a toda la compañía sobre los lomos de negros eunucos.

Llegados al pabellón — un inmenso edificio de madera pintada — la comitiva se dividió en grupos para ser alojada en reservados independientes donde se les sirvió vino de ojo do dragón — una bebida tan fuerte que bastaba un sólo sorbo para caer dormido. Fu-hai, bajo la influencia de los humos, soñaba que ya ha­bía llegado a la Ciudad Diamantina; y apenas despertaba sentía tal tentación de beber nuevamente para seguir soñando, que sucumbía sin lucha.

Bebiendo, durmiendo y soñando; despertando para beber y soñar de nuevo; así fueron pasando los días. Hasta que por fin Fu-hai se acordó de Brisa de la Mañana. Y como no la veía ni siquiera en sus sueños, se empezó a sentir incómodo aún en ellos. Pronto la conciencia de su ausencia empezó a roerlo y molestarlo; de manera que pudo, por fin, dejar de beber lo suficiente como para despertar y poder arrastrarse hasta el aire libre esperando encontrarla.

Por largo tiempo vagó por la ciudad, extrañamente desierta, hasta que llegó a la puerta por la que había entrado. Entonces vio la es calera tendida hacia lo alto, aunque con tra mos demasiado espaciados para poder trepar por ellos. Miró hacia abajo y vio el Templo de la Luna que se Pone. Parecía tan cerca que podía tocarse con la mano. Y allí abajo, estaba Chieh Ching, blandiendo su espada y llamándolo.

Estirando las orejas como un zorro pudo, por fin, escuchar el mensaje. Chieh Ching le hacía saber que sólo bebiendo una gran bote­lla del vino de ojo de dragón podía hacerse lo suficientemente fuerte como para seguir trepando; y que sólo recordando su gusto era posible permanecer despierto más allá del primer sorbo.

El Príncipe volvió al Pabellón donde encontró a sus cuatro esposas tan profundamente dormidas como las había dejado. Sacudió a Preciosa Virtud; pero aunque pudo despertarla la pobre cayó dormida nuevamente. Loto Escarlata y Arroyuelo Cantarín estaban demasiado mareadas para poder permanecer despiertas más de un Instante. Sólo Brillante Es­tampa, que siempre había sido mas sumisa, se levantó a su llamado y permaneció despierta hasta que los humos dejaron su entendimiento,

Con su ayuda, Fu-hai fue llevando a las demás al aire li bre donde por fin consiguió despertarlas. Pero bostezaban y cabeceaban, y apenas podían entenderle cuando les hablaba.
Entonces dijo Brillante Estampa: "Amado Señor: tengo un plan. Este vino es muy agradable al paladar; pero ocurre que apenas se lo prueba su sabor se olvida. Esfuérzate en recordar su gusto y es posible que de esa manera puedas beberlo sin caer dormido".

El Príncipe sacudió la cabeza, dudando; porque bastaba con un sorbo para dormir por largas horas. Pero Brillante Estampa agre­gó: "Yo me quedaré a tu lado vigilando; y si te duermes te despertaré".

Fu-hai aceptó el plan, y volvieron al Pabellón. Pero la cosa era mas difícil de lo que habían supuesto, porque cuando un hombre está en un dulce sueño lleno de deliciosos ensueños, no hay cosa que lo moleste más que ser despertado continuamente. Brillante Estampa tuvo que soportar palabras muy duras; pero poco a poco pudo Fu-hai recordar el gusto del vino; y así le fue posible seguir bebiendo. Y a medida que bebía su fortaleza aumentaba. El proceso fue repetido con cada una de las cuatro mujeres y con el resto de la compañía hasta que todos pudieron beber sin dormir.

Entonces les fue posible seguir trepando; porque sus fuerzas eran ahora equivalentes a las distancias entre los tramos de la escala.

Mucho más rápidamente que antes, Iban ahora hacia la Ciudad Diamantina, que se veía tan cercana que se distinguían los juegos luminosos de sus fuentes, los jardines llenos de flores, y los pájaros de paraíso posados sobre los duraznos en flor. Sólo una cosa oscurecía el gozo del príncipe; Brisa de la Mañana no aparecía por ningún lado.

A medida que subía, su cuidado por Brisa de la Mañana se intensificaba, al punto que llegó a sentirse muy deprimido. Entonces el aire se oscurecía tanto que ya no veía los tramos de la escala y debía buscarlos a tientas. De repente, corno la vez anterior, sintió que sus pies se posaban sobre una plataforma que se fue convirtiendo en un camino que atravesaba las puertas de una gran ciudad. Vio entonces que la oscuridad se debía a una pesada niebla que alteraba la apariencia de las cosas. Era una niebla que penetraba oídos, nariz y pulmones, afectando todos los sentidos,

Mientras estaba lleno de incertidumbre ante la puerta de la ciudad, vino hacia el un hombre joven y muy amanerado que usaba un sombrero púrpura tachonado de piedras preciosas, vestía sacón rojo bordado de flores y mariposas, y llevaba a su cuello un enorme lazo color verde jade.

Prosternándose y golpeando por tres veces su frente en el suelo, el recién llegado dijo: "La grandeza de vuestra magnanimidad por haber llegado, abruma a esta mota-de-polvo-en un-rayo-de-sol que os da la bienvenida a la ciudad del Ensueño de las Nieblas Mágicas".

 

Una vez más se produjo un largo Intercambio de cortesías.

Cuando terminaron, el Príncipe quedó sorprendido al ver que se encontraba solo. Fue llevado a la Ciudad en una silla de formas fantásticas sobre los lomos de dos gigantes de piel verde que portaban anillos de plata en las narices, y que tuvieron que inclinarse para pasar por las puertas del Pabellón — que era aún más alto que el de las Nubes de Colores. En cada una de sus bien amuebladas cámaras se encontraban algunos de los integrantes de la compañía del Príncipe, entretenidos por gente de aspecto distinguido e irreprochables maneras.

Pero en una de las cámaras Fu-hai se encontró desagradablemente sorprendido al encontrar a sus esposas comportándose de una manera harto indecorosa. Brillante Estampa leía de un rollo la Letanía del Agua ante un auditorio de mancebos que la escuchaba muy atentamente; Arroyuelo Cantarín se desplazaba con afectadas maneras por la habitación, ante un corro de gente de teatro que la admiraba. Loto Escarlata, recostada en un diván, bebía te de arce rodeada de un coro de jóvenes mun­danos que admiraban su rostro y comparaban sus píes a lirios de oro. En cuanto a Preciosa Virtud, tan numerosa era la legión de admiradores que se había reunido alrededor -de su persona, que perdido todo control reía, lloraba, y hablaba a los gritos todo a la vez.

Fu-hai, gravemente ofendido al ver tanta desfachatez, llamó en voz alta a sus esposas; pero sólo obedeció Brillante Estampa — aun­que de mala gana. Su auditorio se puso de pie cruzando las manos con toda cortesía. El Príncipe se inclino ante ellos y dijo: "Si excusáis mi rudeza, deseo conversar a solas con mi esposa".

Entonces llevó aparte a Brillante Estampa recriminándola airadamente por su vulgar comportamiento, y exigiéndole volver donde sus huéspedes para disculparse y anunciarles que no podría continuar entreteniéndoles.

Brillante Estampa se obstinó al principio argumentando ingeniosamente que, puesto que ya no estaban en la Tierra, no continuaban sien­do aplicables las reglas de conducta tradicionales. Pero Fu-hai insistió y ella terminó obedeciendo, aunque a regañadientes.

Entonces la niebla que la rodeaba se des­vaneció y el círculo de los que la estuvieron escuchando se vio tal cual era: una manada de zorros, Al verlos, Arroyuelo Cantarín lanzó un grito, muerta de miedo— y al instante, las actrices que la admiraban se transformaron en simiescos demonios con largas colas. Loto Escarlata saltó de su lecho, aterroriza­da y él corro de sus admiradores quedó convertido en monos de rojas asentaderas y cabezas de caballos. Las nieblas que estaban alrededor de Preciosa Virtud también se desvanecieron y ocurrieron las más asombrosas transformaciones entre los elegantes que la rodeaban. Algunos tomaron la apariencia de dioses tronantes con caras peludas, otros se transformaron en demonios con cabezas de toros y de caballos; otros aparecían como ogros de afilados colmillos, caras azules, y gran cornamenta. Había hasta un inmenso monstruo, mu cho más grande que todos los demás , y que tenía enormes labios colgantes como hojas de loto marchitas, orejas como abanicos y un ho­cico como un fuelle. Todos a la vez rugían, aullaban y ladraban en espantoso coro.

Entonces Fu-hai, huyó aterrorizado del pabellón con sus cuatro esposas,

Pero apenas estuvieron fuera, Brillante Estampa comenzó a decir que tales criaturas no eran en realidad demonios sino hombres y mujeres bien nacidas y educadas; y las otras esposas coincidieron de inmediato con ella, vol­viendo las cuatro al salón. Con una exclamación de disgusto, el Príncipe las dejó y se fue.

En seguida se encontró andando por tortuosa vía en la que las casas parecían ora he­chas de piedra, ora sandías ahuecadas; algu­nas tan próximas como sus narices, y ense­guida tan lejanas como la estrella polar. Por un hueco en la niebla pudo al fin ver la puerta de. la ciudad, y atravesándola se dirigió hacia la escala que se tendía hacia arriba, pero cuyos tramos estaban tan separados entre sí que no había fuerza humana capaz de escalarlos. Con profunda congoja se colgó de las cu erdas y apoyó el rostro contra ellas, llorando. Entonces oyó una voz muy débil, que reconoció ser la de Chieh Ching. La voz ve nía por las cuerdas y penetraba en el oído. -"Cógelos por las colas y róbales la fuerza" - decía.

Una vez más penetró en la ciudad, donde las nieblas se espesaban y lo obligaban a an dar a tientas por las calles. Cuando por fin, dando tumbos, pudo acercarse al Pabellón, oyó risas y música, y entrando, quedó frío de asombro. Porque con total olvido de lo que es propio, toda la compañía de sus seguidores estaba de festejo en el gran hall, entre gente elegantemente vestida, con gente de teatro, can­tantes, bailarinas, y legión de doncellas de servicio. En una mesa, en el centro, vió con horror a sus cuatro esposas sentadas sobre es teras con la misma compañía de antes.

Su cara se puso amarilla, y levantó la voz al punto que sacudió el hall. "Esclavos!", dijo, "¿Cómo podéis habitar junto al cinabrio sin teñiros de rojo? ¿No habéis notado que vuestros huéspedes no hacen sombra? Son demonios del Lugar de las Nueve Tinieblas!" — Y saltó sobre los extraños que de inmediato to­maron sus verdaderas formas.

No hay palabras para describir lo que si­guió. Los demonios rugían y resoplaban, d ando vuelta las mesas que caían entre ruidos de vajilla rota. Las cuatro esposas de Fu-hai y el resto de sus compañeros de viaje corrían de un lado a otro tratando en vano de escapar. Pero el Príncipe, que se había colocado junto a la puerta, levantando la voz, que resonó contra el envigado, gritó: "Cogedlos de las colas !”

Estas palabras atrajeron la atención de un impresionante monstruo, grande como una pa­goda, con ojos como ardientes cometas y colmillos como sables, que se le echó encima pa ra ultimarlo. Pero el Príncipe se hizo a un lado, y cuando pasó, lo tomó de la cola. Entonces el monstruo cayó sobre su panza y comenzó a gemir como un perrillo.

Al ver esto alguno de los seguidores tomaron coraje y siguieron su ejemplo; y tan pronto como un demonio era cogido por la cola caía a los pies de su captor. Pronto todos es­tuvieron sometidos y sacados por las puertas de la ciudad hacia la escala.

Ahora, con la ayuda de los demonios, los viajeros pudieron continuar su ascenso; porque las criaturas eran más fuertes y ágiles que los monos y corrían por la escala como rápidas lagartijas. De manera que, con Fu-hai cogido de la cola de su gran monstruo a la vanguardia, todos salieron como estampida hacia los cielos.

De pronto, súbitamente, y con un tremen­do alarido de miedo, el primer monstruo se li­bró y, volviéndose, comenzó a bajar como una exhalación; y todos los demás monstruos lo siguieron. Ocurría que la escala terminaba abruptamente en medio del espacio. Sobre el tramo más alto se encontraba el Príncipe, en la última cuerda, balanceándose en el aire, a mitad de camino entre la tierra y el cielo.

Su corazón se hizo agua y cerró los ojos sintiendo que toda la fortaleza de sus miembros lo abandonaba.

Prendido a la escalera, casi muerto de miedo, oyó una bien conocida voz que lo llamaba desde lo alto. Levantó la vista y vió a Bri­sa de la Mañana asomada sobre el muro de la Ciudad Diamantina. Le volvió el coraje y vió una cuerda tejida de cabellos negros como la laca, que colgaba cerca de él, casi al alcan­ce de su mano; pero para tomarla necesitaba alzarse sobre el último escalón sin sostén pa­ra las manos... Por largo tiempo sus ner­vios le fallaron; pero el dolor de Brisa de la Mañana le daba tanta pena que por fin se ani mó y se puso de pié sobre el ultimo escalón. Durante un momento de eternidad, negro de terror, se balanceó en el vacío; y en el instante preciso en que iba a caer, logró prender­se de la cuerda y sentirse nuevamente a sal­vo.

Pronto la cuerda estuvo arrollada a la clntura de sus cuatro esposas y de toda la comitiva; y así por fin todos fueron izados a la Ciudad Diamantina.

Brisa de la Mañana vino hacia ellos dándoles la bienvenida. Ya no vestía como una simple doncella de servicio como en los días de la enfermedad del Príncipe, Ahora llevaba una tiara de oro trabajada en filigrana, con perlas representativas de las Ocho Preciosas Adquisiciones. Adornaba su cuello una gargantilla de oro rojo labrado en forma de serpientes entrelazadas, vestía una túnica de seda roja bor dada de flores, y sus diminutos pies calzaban sandalias en forma de Fénix. Su Belleza y su gracia eran como los movimientos del agua en un estanque durante el otoño.

En cuanto a la Ciudad, era tan hermosa, que aún sus calles estaban pavimentadas con plata fina. Loto Escarlata, Brillante Estampa y Arroyuelo Cantarín decidieron quedarse allí mismo, apenas dentro de las puertas exteriores, porque no podían imaginar que pudie­ra haber nada mejor que lo que veían. Pero el Príncipe, Brisa de la Mañana y Preciosa Virtud pasaron la segunda Puerta y entraron a un lugar todavía más hermoso, en el que las calles estaban pavimentadas de oro y los edificios, recubiertos de piedras preciosas.

Preciosa Virtud no quiso seguir; tan maravillada estaba con lo que veía. Sólo Fu-hai, Brisa de la Mañana y unos pocos seguidores pasaron el Tercer Portal y llegaron a la parte más interna de la Ciudad — que está edifi­cada sobre los Montes de los Inmortales.

Sería bueno explicar las inefables delicias de esta ciudad de las cumbres; pero, ¿quien podría describir cosas para las que aún no se acuñaron las palabras?

Decir que los edificios eran más hermosos que el Palacio de Jade del Emperador, con sus nubes coloreadas, y que sus jardines eran mas bellos que el de Tragasamstra del Celeste Palacio de Quitapenas. Sería como hacer una pintura con barro. Algún poeta podría, al h ablar de sus jardines, decirnos que sus perfu­mes» eran más dulces que los del Jardín de las Concentradas Fragancias del trigésimo tercer Cielo, y que la música de sus pájaros arrebataba más que el canto de los Bodhisattvas ; pero eso no serviría para explicar la Eterna novedad y delicia de una ciudad de Perpetua Juventud.

Parecíale a Fu-hai que había encontrado a Brisa de la Mañana un sólo instante antes — tan pujante y ansioso era su amor por ella. Y lo mismo le ocurría con todos sus prójimos, y con cuanto lo rodeaba. Porque el toque agostador del Tiempo había quedado fuera, abajo, en la Tierra; y todo aquí se veía permanentemente renovado.

•  luego de un tiempo sin tiempo, encontrándose ambos sentados bajo un duraznero florecido en el que los pájaros cantaban más dulcemente que el propio Solitario, dijo Brisa de la Mañana: "Nuestro gozo es el Sol de innu­merables delicias; pero mi corazón está pre­ocupado pensando en otros que puedan querer llegarse hasta la ciudad". Pero Fu-hai, ab­sorbido como estaba en su propia felicidad, la acarició, y pronto empezaron a hablar de otras cosas.

•  pasado que hubo otro tiempo que pudo ser un día como cien años, dijo Brisa de la Mañana: "Supón que algunos viajeros celes tes hayan llegado hasta el Gran Abismo .¿Có mo podrían cruzarlo sin nuestra ayuda?" Pe­ro cuando trató de persuadir al Príncipe pa­ra Ir ambos a la muralla exterior, él la abra zó contra su pecho y le habló de otras cosas; y ambos se olvidaron.

•  por fin luego de un lapso que no puede ser medido ni en semanas ni en años, nuevamente habló Brisa de la Mañana, "Oh mi Señor ! Hemos olvidado el aviso de Chieh Ching. Vayamos a la Muralla Exterior y miremos!”

•  esta vez insistió tanto que el Príncipe cedió, y pasaron los Tres Portales y se dirigieron hasta la muralla. Y cuando llegaron, vieron la escala, quieta y rígida como cosa mu­erta. Y para su sorpresa constataron que habían aparecido grietas en los muros de la ciudad. Ahora que miraban bien notaron que los cristalinos arroyuelos que corrían por la par­te de afuera de la Ciudad habían perdido su brillo, que el canto de los pájaros no era tan dulce como antes, y que las flores del aire habían comenzado a marchitarse... La Ciudad Diamantina se estaba muriendo por falta de nuevos habitantes !

Como los corazones do todos cuantos viví­an en la Ciudad estaban íntimamente ligados entre sí, la desazón del Príncipe fue la de todos, Rápidamente todos despertaron de su es tado de perfecta felicidad y vinieron hasta Fu-Hai que se golpeó el rostro en señal de contrición y confesó públicamente que había olvidado el mandato de Chieh Ching,

Entonces cada hombre y cada mujer se cortó la cabellera; y entre todos tejieron una cuerda que bajaron de los muros hasta que llegó al último escalón de la escala. Y por largo tiempo esperaron. Y miraron, forzando los ojos, para adivinar alguna señal de movimiento en los últimos tramos. Pero nada ocurrió. Entretanto la Ciudad Diamantina se iba desvaneciendo, llegando a ser sombras su anterior brillo, al tiempo que el aroma de sus árboles en flor apenas era perceptible.

Por fin, el Príncipe lloró en voz alta: "Soy digno de servir de hazmerreír de los demoni­os!" -— y comunicó su decisión de volver a la Tierra con el propósito de reunir una nueva -partida que quisiera emprender el viaje. Sus cuatro mujeres y todos sus seguidores se ofrecieron de inmediato a acompañarlo. Sólo Brisa de la Mañana permaneció callada; y cuando el Príncipe le pidió que hablase dijo: "Mi co­razón se destroza; pero si os volvéis no po­dréis atravesar el Gran Abismo sin mi ayuda," Y al tiempo que tendía la cuerda hasta el primer escalón, lloró.

El viaje de regreso fue fácil. , No experimentaron ordalía ninguna y muy pronto todos pisaron tierra firme.

Pero empezaron a ocurrir cosas extrañas. Por que aunque el sol brillaba esplendoroso en un cielo claro, cuanto veían sus ojos aparecía sombrío y sin vida. El canto de la brisa era un lúgubre chillido, y los pájaros del desierto volaban con alas que parecían de plomo — tan sombrío y pesado era todo en la Tierra luego de haber experimentado la tremenda vitalidad de la Ciudad Diamantina.

Y eso no fue todo. El príncipe notó tam­bién que los rostros de sus compañeros habí­an palidecido y parecían sin vida. Miró entonces a sus cuatro esposas y sintió que su amor por ellas se había enfriado como se apa­ga el fuego de un campamento cuando los gu­ardias se duermen. Ya medida que miraba veía cómo envejecían todos con gran rapidez, arrugándose y encorvándose. Y sintió que su propio cuerpo se agobiaba como bajo el peso de siglos. Vio con horror que lo mismo ocurría con cada uno de sus seguidores. Era que aunque no lo sabía, habían transcurrido más de trescientos años desde el día en que pusieron pie por primera vez en la Ciudad Diamantina.

Pocos días mas tarde, un monje que pasaba por el Templo de la Luna que se Pone, se sorprendió al ver un gran número de cadáveres de hombres y mujeres extremadamente ancianos, con caras de monos arrugados. Para su mayor asombro vio una escala que pa­recía colgar de las nubes. No la hubiese visto a no haber sido porque uno de los cadáve­res estaba prendido al primer tramo de la escala como si el ú ltimo acto de su vida hubie se sido un desesperado intento para iniciar un viaje a los cielos.

Después, ningún hombre acertó a pasar por mucho tiempo, y los cuervos hicieron su labor de blanquear los huesos de los infelices exilados de la Diamantina Ciudad de la Graciosa Recompensa.

En cuanto a la Ciudad, falta de habitantes, comenzó a desintegrarse — aunque debido a que Brisa de la Mañana habita en ella, nunca pu­do desvanecerse del todo, Y así es que aún hoy los viajeros del desierto pueden, a veces, ver en los cielos un pequeño esfumado fragmento de los domos, las pagodas, las espiras y los minaretes, los florecidos árboles y los cristalinos arroyos que una vez atrajeron a un Príncipe Imperial de la China.

 

 

 

 

   
 
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