SABIDURÍA ÉTNICA DAKOTA
"La actitud original del indio norteamericano hacia el Eterno, “El Gran Misterio” que nos rodea y nos abarca, era tan sencilla como elevada. Para él, era el concepto supremo, que traía consigo la máxima medida de gozo y satisfacción posible en esta vida.
El culto al “Gran Misterio” era silencioso, solitario, libre de todo egoísmo. Era silencioso porque toda palabra es necesariamente débil e imperfecta; por esto, las almas de mis antepasados se elevaban hacia el Gran Espíritu en una adoración muda. Era solitario porque creían que Él está más cerca de nosotros en la soledad y no había sacerdotes autorizados a interponerse entre un hombre y su Creador. Nuestra fe no se podía formular en credos, ni imponerse a nadie que no deseara recibirla. Por consiguiente, no existía la predicación, ni el proselitismo y tampoco había ateos ni personas que se burlaran de la religión.
Entre nosotros no había templos ni santuarios, salvo los de la naturaleza. Siendo un hombre natural, el indio era intensamente poético. Consideraría un sacrilegio construir una casa para Aquel que podemos encontrar cara a cara en las naves misteriosas y umbrías del bosque primitivo o en el corazón iluminado por el sol de las praderas vírgenes, en las vertiginosas agujas y pináculos de roca desnuda y, más allá, en la bóveda enjoyada del cielo nocturno. Aquel que se recubre de diáfanos velos de nubes, allí en el borde del mundo visible, donde nuestro Bisabuelo el Sol enciende su fuego de campamento nocturno, Aquel que cabalga sobre el riguroso viento del norte o exhala Su espíritu en las aromáticas brisas del sur y cuya canoa de guerra surca los ríos majestuosos y los mares interiores, ¡Aquél no necesita una catedral menor!
Esta comunión solitaria con lo Invisible que era la expresión más alta de nuestra vida religiosa, queda descrita en parte en la palabra hambeday , literalmente “sentimiento misterioso”, que ha sido diversamente traducida como “ayuno” y “sueño”. Se puede interpretar mejor como “consciencia de lo divino”.
El primer hambeday o retiro religioso, marcaba una época en la vida del joven: tras haberse preparado primero por medio del baño de vapor purificador y habiendo expulsado lo más lejos posible toda influencia humana o carnal, el joven escogía la altura más noble, la cumbre más impresionante de toda la región. Sabiendo que el Gran Espíritu no da valor a las cosas materiales, no llevaba consigo más ofrendas o sacrificios que algunos objetos simbólicos, como pinturas y tabaco. Deseando aparecer ante Él con toda humildad, no llevaba más vestido que sus mocasines y su taparrabo. En la hora solemne de la salida o puesta del sol ocupaba su puesto, dominando las glorias de la tierra y enfrentándose al “Gran Misterio” y allí permanecía, desnudo, de pie, silencioso e inmóvil, expuesto a los elementos y fuerzas de Sus armas, durante una noche y un día o dos noches y dos días, pero rara vez más tiempo. A veces cantaba un himno sin palabras y ofrecía la “pipa llena” en ceremonial. En este trance o éxtasis sagrado, el místico indio encontraba su más alta felicidad y la fuerza motriz de su existencia.
Cuando regresaba al campamento tenía que permanecer a cierta distancia hasta que había tomado el baño de vapor y se había preparado para la relación con sus semejantes. De la visión o signo que se le había concedido, no hablaba, a menos que incluyera la indicación de algún cometido que tuviera que realizarse públicamente. A veces, un anciano, ya en el borde de la eternidad, podía revelar a unos pocos hombres escogidos el oráculo de su remota juventud.
Los conquistadores blancos han despreciado generalmente al americano nativo por su pobreza y simplicidad. Tal vez olvidan que su religión prohibía la acumulación de riquezas y el disfrute del lujo. Para él, como para otros hombres sinceros de todos los tiempos y razas, desde Diógenes hasta los hermanos de San Francisco, el amor a las posesiones era una trampa y las cargas de una sociedad compleja, una fuente de peligros y tentaciones innecesarios. Así, mantenía su espíritu libre de las trabas del orgullo, la codicia o la envidia y cumplía el decreto del Creador, algo profundamente importante para él. Para el sabio iletrado, la concentración de la población era la madre prolífica de todos los males, morales no menos que físicos. Sostenía que la comida es buena, mientras que la hartura mata; que el amor es bueno, pero la lujuria destruye y temía la pérdida de poder espiritual inseparable del contacto demasiado estrecho con los demás hombres. Todos los que han vivido mucho al aire libre saben que hay una fuerza magnética y nerviosa que se acumula en la soledad y que se disipa rápidamente con la vida entre la muchedumbre; e incluso sus enemigos han reconocido que en cuanto a cierto poder y equilibrio innatos, nadie supera al indio americano.
El hombre rojo dividía la mente en dos partes: la mente espiritual y la mente física. La primera es puro espíritu, relacionada sólo con la esencia de las cosas y ésta era la que el indio trataba de reforzar mediante la oración espiritual, durante la cual el cuerpo se encuentra sometido por el ayuno y las pruebas físicas. En este tipo de oración no había petición de favores o de ayuda. Todas las cuestiones de interés personal o egoísta eran claramente relegadas al plano de la mente inferior o material y todas las ceremonias, encantamientos o conjuros destinados a procurar un beneficio o a evitar un peligro se consideraban emanados de la mente física.
El Sol y la Tierra, por una metáfora poética, eran, desde su punto de vista, los padres de toda vida orgánica. Del Sol, en cuanto padre universal, procede el principio vivificante de la naturaleza y, en el seno paciente y fértil de nuestra Madre Tierra están escondidos los embriones de las plantas y de los hombres.
Los elementos y las fuerzas majestuosas de la naturaleza –el Relámpago, el Viento, el Agua, el Fuego- eran considerados con temor reverencial como poderes espirituales, pero siempre de carácter secundario e intermedio. Creíamos que el Espíritu penetra en toda la creación y que toda criatura posee un alma en un grado u otro, aunque no necesariamente un alma consciente de si misma. El árbol, la cascada y el oso gris son, cada uno de ellos, una Fuerza encarnada y, como tal, un objeto de reverencia.
Al indio le gustaba establecer una armonía y una comunión espiritual con sus hermanos del reino animal, cuyas almas inarticuladas tenían para él algo de la pureza que atribuimos al niño inocente. Tenía fe en los instintos de los animales, como en una sabiduría misteriosa recibida de lo alto y, mientras aceptaba con humildad el sacrificio de sus cuerpos para mantener al suyo, rendía homenaje a sus espíritus mediante oraciones y ofrendas prescritas.
Mi creencia personal, al cabo de treinta y cinco años de experiencia de ella, es que no existe una cosa tal como la “civilización cristiana”. Creo que el cristianismo y la civilización moderna son opuestos e incompatibles y que el espíritu del cristianismo y el de nuestra antigua religión son esencialmente el mismo."
CHARLES ALEXANDER EASTMAN “OHIYESA” (Dakota. 1858-1939)
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