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Cuando a René Daumal le preguntaron sobre Dios, contestó: “Le juro que tengo que esforzarme mucho para hablar de Dios. Esta palabra es un ruido que hago con mis labios o un movimiento de mis dedos al mover la pluma. Pronunciar o escribir “Dios” es algo que me avergüenza.
La palabra “perdón” también pertenece a lo Divino. Es un acto de Dios; algo otro, algo que no es nuestro y que, a no ser que lo comprendamos, es sólo “un ruido que hacemos con los labios”. Su otredad está en su nombre mismo: Perdonar quiere decir otorgar. (En inglés “forgiveness” viene de la palabra “give” que significa dar y así ocurre en francés “pardonner” de “donner”, dar, y en español “perdonar” de “donar”). Lo nuestro no es dar, mas sí recibir. Este acto no puede ser creado por el ser humano y por eso de lo único que podemos estar seguros es de que está más allá de nosotros, y de que no podremos jamás llegar a conocer su significado real. Sin embargo hablamos del perdón, como del hijo pródigo que regresa donde su padre aún sabiéndose indigno. Como él, nosotros, en algún momento, experimentamos la sensación de ser eximidos de culpa, de ser aceptados y abrazados con toda nuestra indignidad. ¿Qué es esto que recibimos? ¿Qué es lo que queremos decir cuando pronunciamos esta palabra “perdón”?
Si tomamos el perdón en su sentido más amplio, podemos verlo como un proceso de transformación; un regalo que nos viene de arriba y que es acogido por quien está abierto a él. Es "gracia divina”, es misericordia, y ambas expresiones significan agradecimiento. Cuando se recibe un regalo, se da un intercambio: es como si el pecado y el perdón fueran aceptados y como si de alguna manera se fusionaran y transformaran, adquiriendo una calidad nueva. Así, una nueva vida surge; el pasado no ha sido eliminado, ni ha terminado, pero ha trascendido y un nuevo despertar es posible.
Pero de hecho, ésta no es la forma como generalmente hablamos del perdón. Su significado común es muy cercano al de no olvidar. Decimos “perdonar y olvidar” como si ambos fueran inseparables. El perdón al que generalmente nos referimos quiere decir que las ofensas y los errores se olvidan, como si hubieran desaparecido o como si nunca hubieran ocurrido. Pero cuando olvidamos. ¿Qué puede cambiar?, ¿Cómo puede aparecer algo nuevo?
Si perdonar fuera equivalente a olvidar, habría más posibilidad de creer que es un acto que los seres humanos somos capaces de realizar, ya que olvidar es fácil para la humanidad, pero en realidad, somos incapaces de un acto tan amplio de aceptación e intercambio, a menos que algo más grande que nosotros mismos actúe a través nuestro.
La falsa equivalencia entre estas dos palabras nos ayuda a convencernos de que los errores y los actos equívocos pueden y deben ser perdonados-olvidados. Conservamos la extraña ilusión de que debemos deshacernos de nuestros problemas en lugar de trabajar con ellos y ésto, sin duda, es causado por el énfasis que ponemos en “hacer” en vez de “ser” . Pero, justamente, no debemos olvidar nuestras ofensas, ya que es precisamente a través del acto de enfrentar lo que ha sucedido “recordándolo”, como aparece la posibilidad de alivio y fructifican el intercambio y la transformación que se dan en el perdón. Ciertamente las iglesias han contribuido a la confusión general al no aclarar suficientemente (posiblemente al no comprender suficientemente) sus propias doctrinas de contrición, absolución y redención. Es el “pecador” en vez del “pecado” el que necesita perdón; es la persona, a quien frecuentemente confundimos con sus actos pero cuyo ser es mucho más que eso, la que necesita perdón. “Puedo 'juzgar' sus opiniones, acciones externas, producciones, hechos, etc., en relación con usted y nuestro objetivo común”, dijo Daumal a su amigo, “pero no puedo juzgarlo a usted, al usted, que es una persona” (3).
Walter de la Mare escribió en el epílogo a Memorias de un Pigmeo: “De algo estoy seguro: no será posible liberarme, escapar de este mundo, a menos que en paz y amistad pueda aceptar hasta el último pedazo de él, pueda aceptar a mis amigos y a mis enemigos, todo lo que mis ojos han visto y todo lo que mis sentidos han descubierto. ¿Cómo podré encontrar la fuerza para deshacerme de mis amigos y mis enemigos de tal manera que pueda aceptarlos?” Esto sería perdonar, pero sólo podemos perdonar si somos perdonados. En el instante en que todo es aceptado en “paz y amistad”, una vida puede cambiar. ¿ Qué virtud debe haber en nuestra petición que nos conceda esta gracia, y qué purificación del motivo de nuestro arrepentimiento?”(4). Nadie podría decirlo. Lo único que sabemos es que en este momento somos libres, nos han perdonado y podemos perdonar, el perdón puede pasar a otros a través de nosotros.
Hay un canto religioso que dice:
Soy yo, soy yo, ¡Oh Dios!
De pie, en necesidad de orar
No es mi padre, ni mi madre, soy yo, ¡Oh Dios!
No es mi hermana, ni mi hermano, soy yo, ¡Oh Dios!
Aquí, anhelando la oración.
Aquí, anhelando la oración.
No existe otro lugar donde enfrentarnos a la posibilidad de perdonar y ser perdonados. Soy yo la que necesita la oración y no hay más que decir: “Señor, ten piedad de mí”. Estoy abierta a este regalo, a una gracia que no merezco y por la cual sólo puedo dar gracias. Decir “Perdónanos así como nosotros perdonamos” me hace comprender algo que va más allá de la causa y el efecto. Significa que debemos primero perdonar para ser perdonados. O quizás que hay un acto recíproco simultáneo, un momento dado de intercambio entre lo humano y lo Divino. ¿Qué es lo que yo puedo ofrecer? No lo sé, pero sí sé que a veces algo emana de mí, y que algunas veces, aunque no siempre, se produce el regalo.
Hay un poema que trata del perdón y del alivio, sin usar estas palabras. Se llama Rimas de un viejo marineros(5). Este poema es tan vívido que casi nos hace visualizar un intercambio entre niveles (en caso de que reconozcamos su existencia), al cual podríamos llamar el proceso de transformación.
Además de lo que Coleridge pudo haber querido transmitir en este poema hermoso y completo sobre el misterio y drama de los mundos del espíritu, su resonancia real para mí, y estoy segura que para muchos otros, nace de la experiencia humana universal del pecado, del remordimiento y de la penitencia, y de la descripción del momento del perdón divino. El Marinero, ociosamente, tal vez en una apuesta para mostrar su habilidad o debido a cualquiera de las sin-razones que mueven nuestros actos automáticos, le dispara a un albatros amistoso, casi amansado, que sigue al barco. Los otros tripulantes, al igual que muchos de nosotros en circunstancias análogas, primero se horrorizan y luego aprueban la matanza; y en ese tratar de perdonar aquello que no debe ser perdonado, comparten la culpabilidad del Marinero. Más tarde, cuando el barco queda a la deriva y sus vidas en peligro, atribuyen el infausto suceso a esa acción, y le cuelgan como reproche al Marinero, el cadáver del pájaro alrededor del cuello. Después de un “tiempo agobiador”, sin agua, bajo un sol quemante, uno a uno mueren de sed los miembros de la tripulación hasta quedar sólo el Marinero en su horror y sufrimiento.
Solo, solo, completamente, completamente solo;
Solo en medio de un extenso, extenso mar!
y ningún santo se apiadó
De mi alma en agonía.
Todos esos hombres, ¡tan bellos!
Ahora muertos, habían mentido.
Pero miles y miles de cosas repugnantes
Siguieron viviendo, y yo también.
Miré la mar revuelta,
y aparté de allí mis ojos;
Miré la cubierta descompuesta
Y allí, tirados, yacían los hombres muertos.
Miré al cielo y traté de orar;
Pero, ¿cuándo antes de mí había salido una oración?
Me llegó un perverso susurro que volvió
Mi corazón tan seco como el polvo.
Y luego surge el milagro: en vez de “cosas repugnantes arrastrándose por la mar revuelta”, en vez de los colores del océano y las fosforecencias que le parecen como “llamas de muerte” y “aceites embrujados”, de pronto se produce un movimiento interior y el Marinero ve todo diferente. Ve más allá de él y de su situación presente:
Detrás de la sombra del barco,
Miré las ondas sinuosas del agua:
Se movían en surcos de un blanco brillante,
y cuando regresaban, la luz fantástica
Caía en espumas blanquecinas.
Detrás de la sombra del barco
Miré sus ricos vestidos:
Azul, verde satinado, y negro aterciopelado,
Se enrollaron y nadaron y cada rastro
Era un reflejo de fuego dorado.
¡Oh! ¡Cosas vivientes y alegres! Ninguna lengua
Puede contar su belleza;
Un brote de amor salió de mi corazón
y lo bendije sin saberlo;
Seguramente mi amado Santo tuvo lástima de mí
y lo bendije sin saberlo.
En el mismo instante en que pude orar;
De mi garganta liberada
El albatroz cayó y se hundió
Como plomo en el mar.
Se ha liberado: duerme y llega la lluvia.
Ha sido perdonado.
Pero al igual que todos,
Debe pagar las consecuencias de su acto:
La muerte de sus compañeros.
La maldición por la que murieron y la congoja
No han pasado.
Debe soportarlas y reparar aquello que pueda.
Cuando por una serie de hechos milagrosos, el Marinero se salva y regresa a su casa, se siente invadido de una ”agonía angustiosa”, agonía que lo obliga a revivir y describir toda su experiencia: primero el Santo que le ha ayudado a salvar su vida y regresar a tierra y, luego, en sus siguientes vagabundeos, a cada extraño en el que reconoce la necesidad de oír su historia. Cada vez que cuenta la historia, la vuelve a vivir, a la luz de una nueva comprensión. Sabe ahora lo que antes no sabía, comprende la necesidad y el poder del amor por la vida y, después de cada recuento, nuevamente se siente “libre”. Aún debe pagar, pero ya está en el camino hacia la liberación.
“Líbranos del mal, porque tuyo es el reino, el poder y la gloria”. El hacernos verdaderamente conscientes del reino y del poder y la gloria, saber que hacen parte de Dios (el Marinero parece decírnoslo), ver su belleza, aunque sólo sea por un instante y sentir amor por ella, ésta es la puerta que puede abrirse para salvarnos.
Aquel que mejor ora, es aquel que mejor ama
Todas las cosas, tanto las grandes como las pequeñas...
Y continuar pagando por su pecado, renueva su acercamiento –que siempre debe ser renovado– a la conexión con la vida sentida en un instante y ahora anhelada más que nunca. Recuerda y reconoce con certeza la oscuridad de su ausencia.
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