QUIRON El Sanador Herido
En la antigua Grecia, sede esplendorosa de las ciencias y de las artes, se hallaba un anciano famoso por la lucidez que sus respuestas ofrecían a todo aquel que solicitaba consejo y guía. Una tarde, el joven estudiante Quirón, conocido por el tono irónico que utilizaba al poner en aprietos a los académicos más notables, decidió ir escuchar al anciano, para de una forma u otra, poner en entredicho sus ideas. Cuando llegó al hemiciclo donde éste hablaba, se sentó junto a los que escuchaban y prestó atención con ánimo de encontrar en sus planteamientos la mínima presencia de fallos y grietas. El anciano decía así:"Nuestros antepasados pensaban que en la vida hay que ver para creer. Se trata de un principio que suele resumirse en aquella frase que todavíaresuena": "Si no lo veo no lo creo". Un gesto de curiosidad se fue dibujando en el rostro de los allí reunidos
El anciano prosiguió: "Sin embargo si profundizáis en ello, comprobaréis que para el ser humano que ha observado suficientemente su mente, no se trata de ver para creer, sino más bien al revés, de creer para ver. Nuestras creencias crean la realidad y en consecuencia el hombre autoconsciente elige lo que quiere vivir y, paso a paso, conforma su destino"
Quirón se sintió algo confundido. Por una parte, entendía lo que quería decir el anciano, pero por otra parte, deseaba satisfacer su deseo de ridiculizarlo, así que salió del hemiciclo con el fin de idear una estratagema que lograse su objetivo.
Resultó que pasaba por allí un mercader de pájaros, conocido por apresar una especie de muy pequeño tamaño con ingeniosos cepos de su invención. Al verlo, Quirón pensó: "Siempre que estoy buscando una solución suele aparecer algo ante mis narices que trae las claves, así que me acercaré a ver esos pájaros y seguro que se me ocurrirá algo".
Cuando vio un pequeño pajarillo que cabía en la palma de su mano, de pronto, se iluminó su mente y se dijo:
"Ya lo tengo, tomaré este pajarillo, me acercaré al anciano y le preguntaré delante de todos, si cree que este polluelo que tengo en mi mano cerrada está vivo o muerto. Si me contesta que está muerto, abriré mi mano y lo dejaré volar. Si por el contrario, me contesta que está vivo, lo apretaré con fuerza y lo dejaré caer al suelo. Entonces, dijo con radiante alegría, sus ambiguas teorías acerca del destino se verán devaluadas..."
Así pues, Quirón tomó el pajarillo en su mano y se acercó de nuevo al hemiciclo para interpelar al anciano. Una vez allí y levantando fuertemente la voz, le dijo:
Anciano: "Decidme" dijo levantando el puño a la vista de todos, "Tú que pareces saber lo que hay tras las apariencias, responde mi pregunta; ¿El pajarillo que tengo en mi mano, está vivo o está muerto?"
Un silencio tenso se hizo entre todos los allí presentes.
A lo que el sabio, mirando a los ojos del joven con una profunda ternura le contestó:
"Muchacho, en realidad LA VIDA Y EL DESTINO ESTAN EN TUS MANOS".
Tras el vestigio del
“sanador herido”
Inés Riego de Moine1
1. Los vestigios
La exuberante tradición mística, en especial la
del cristianismo, nos ha dejado un legado grandioso
de sabiduría y experiencia escrito al paso de los
siglos, que aún está a la espera silenciosa de quien
se anime a ‘descorrer sus velos'. Como hemos señalado
en investigaciones anteriores, el decir de los
místicos que osa expresar la vivencia directa del encuentro
con Dios tiene una relevancia fontanal a la
hora de hacer una hermenéutica de la historia de la
trascendencia religante que habita a la persona, y
por la cual el personalismo ha recibido hondísima
inspiración en el siglo XX. Para constatarlo, no hay
más que recorrer el itinerario filosófico y vital de un
Emmanuel Mounier o una Edith Stein, por sólo dar
un ejemplo.
Pero ahora quiero circunscribirme a un aspecto
especial de este legado místico que tiene
que ver con la figura del ‘sanador herido', cuyo
drama y sentido se hallan encriptados en los vestigios
que están a nuestra mano y que pueden ser
decodificados desde la conciencia expandida de
la razón cordial. En primerísimo lugar, sin duda,
es Jesús de Nazareth quien encarna para nosotros
el mayor símbolo del ‘sanador herido', hecho que
parece no haber concitado demasiado la atención
a filósofos y teólogos, aunque los cristianos ‘sepamos'
de sobra que Él es el Salvador, el ‘sanador de
sanadores' por excelencia, y el ‘herido' que más influencia
ha tenido en la historia de los últimos dos
milenios. La paradoja de su grandeza divina encerrada
en tal vulnerabilidad humana fue ofrecida al
tiempo esencial del hombre como misterio superador
de la razón, desde el Kairós y el Kerygma
significó la encarnación del Hijo de Dios, tras su
pasión, muerte y resurrección.
Sin embargo, ya antes de Cristo, la mitología
griega había intuido la presencia de esta paradoja en
que el hombre se refleja creando el mito de Quirón,
más conocido como el mito del ‘sanador herido', que
porta una lectura de la realidad humana y un mensaje
puntual para el hombre de aquel tiempo, como
lo hicieron todos los mitos, pugnando por expresar
lo que todavía el logos no sabía decir. Vale aquí recordar
que el antiguo logos siempre estuvo aliado
al mythos, y que recién con el advenimiento de la
modernidad que autonomiza la razón se produce su
divorcio definitivo, aunque no nos cabe duda que el
mundo del mito y su misterio así como el de la mística
siguen sugiriendo caminos de sabiduría, quizás
hoy con fuerza inusitada. El mismo origen etimológico
de las palabras ‘mito', ‘misterio' y ‘mística' delata
su sintonía: las tres derivan del verbo myo-múein,
que designa el cerrar los ojos o la boca ante la contemplación
de algo no claramente penetrable por
la mirada humana. “Abrir y cerrar los ojos, el muein
helénico, implica pues una cierta experiencia de esa
realidad, que comporta, progresivamente, una cierta
posesión de lo que la realidad sea”. De ahí que los
tres términos, mythos, mysterion y mystikos -emergentes
de la misma raíz griega mu-4, sean cruciales
en nuestra heurística pues remiten a lo que se oculta,
pero para ser revelado.
El mito de Quirón que permaneció velado, sin
hermenéutica alguna durante siglos, renace significativamente
en el siglo XX cuando la psicología jungueana
lo saca a la luz -y quizás cuando el dolor de la
humanidad más lo requería-, arrojando una lectura
necesaria para la reflexión terapéutica y antropológica
desde esa maravillosa constelación de saberes
en que la psicología fecunda a la filosofía y viceversa,
hecho tantas veces olvidado. Y como dato curioso de
esta historia, el pequeño planeta del sistema solar
“2060 Quirón”, es descubierto también recientemente,
en 1977, orbitando entre Saturno y Urano. ¿Y por
qué Quirón? Porque su condición de planeta menor,
mitad asteroide, mitad cometa, lo vincula analógicamente
al centauro mitológico Quirón, mitad hombre,
mitad caballo.
PERSONA y Trascendencia
convino en llamar ‘centauros' a los demás objetos
cósmicos descubiertos a posteriori y similares en su
naturaleza al planeta Quirón. ¿Tendrá algo que decir
el espacio estelar al espacio interior humano, a ese
microcosmos que decimos ser?
Persistiendo en nuestra búsqueda, a la mística
y la mítica se une un tercer vestigio que me animo
a calificar de ‘vivencial' con toda la significación que
esta palabra encierra: desde la más simple, la experiencia
de vida que se narra arrojando un sentido y
una ‘identidad narrativa' -aunque no siempre simple
en su hermenéutica-, hasta la más compleja, la
vivencia que guarda la conciencia como material de
base para la inquisición fenomenológica. Se trata
de la historia de Adam, nuestro tercer ‘sanador herido',
un discapacitado intelectual que en su herida y
su minusvalía revestidas del amor incondicional de
Dios abre un horizonte insospechado de sanación
comunional, magistralmente ‘develado' por la pluma
inigualable del teólogo y escritor Henri Nowen.
Pues vamos a desandar los pasos de nuestros
vestigios -Quirón, Jesús y Adam- sospechando que
no sólo ellos curan desde su herida sino que nos delatan,
como arquetipos humanos, en lo más íntimo
que albergamos en nuestra condición finita e infirme.
Arriesgamos entonces esta hipótesis: el enigmático
mundo personal está colmado de un sufrimiento
salvífico que no sólo se afirma como categoría
antropológica universal -no olvidemos el estupendo
homo patiens de Víctor Frankl o su precedente, el
dolet ergo sum de Sören Kierkegaard6- sino que cada
herida y cada dolor personal están dados y ordenados
referencialmente al tú, como portadores seminales
de sanación y salvación. De cómo se elabore
personalmente cada herida radicándola en el amor
incondicional divino, seremos capaces de saltar los
límites finitos de la gravedad instalándonos en el espacio
salvífico de la gracia.
Quirón, la herida redentora de la humanidad
Cuenta la mitología griega que Filira (Phylira),
hija de Océano y Tetis, fue acosada pasionalmente
por Kronos, razón por la que pide a Zeus ser transformada
en yegua para burlar así al dios. Pero advertido
Kronos del engaño, se transforma en caballo y
logra su cometido. De esta unión forzada nace un ser
singular, Quirón, con figura de centauro, es decir, cabeza,
torso y brazos de hombre y cuerpo y patas de
caballo. La madre al ver el monstruoso ser fruto de
su vientre, reniega de su hijo y Quirón crece en una
cueva al amparo de los dioses Apolo y Atenea. De la
mano de estos padres adoptivos, Quirón, contrariamente
a sus pares centauros violentos y destructivos,
se convierte en ejemplo de sabiduría y prudencia.
Conocía el arte de la escritura, la poesía y la música,
pero ante todo, era reconocido como médico y
cirujano, sanador y rescatador de la muerte, al cual
consultaban héroes y dioses. Toda su ciencia devino
tras un accidente fortuito que le provocó una herida
incurable: un día, accidentalmente, Hércules hiere al
centauro con la punta de su lanza envenenada en una
de sus patas traseras, y siendo su condición inmortal,
queda condenado a un sufrimiento perpetuo que no
puede recibir alivio ni curación. Buscando remedio a
su mal, comienza a descubrir el arte de curar pero, he
aquí su mítica paradoja, mientras puede curar a otros
no puede curarse a sí mismo. El sentido de su existencia
se centró así en sanar a los demás y hacerse
cargo de su dolor; la medicina actual le debe mucho
y por cierto la palabra ‘quirófano' (de Quirón, Kirón o
Chirón), que significa ‘el que cura con las manos las
heridas de otro'. El mito culmina con una nueva intervención
de Hércules quien, movido por la culpa y su
amor a Quirón, ruega a Zeus que Prometeo sea liberado
de su martirio y le sea ofrecida su mortalidad a
Quirón, con lo cual Prometeo se convierte en un dios
inmortal mientras que nuestro centauro muere y es
enviado al universo estrellado ocupando desde allí la
constelación de Sagitario. Hasta aquí el mito.
Aunque el personaje de Quirón fue rescatado
en la literatura por Dante en La divina comedia y por
Goethe en su Fausto, entre otros, hubo que esperar
el albor del siglo XX para que el mensaje encerrado
en su historia adquiriera un claro sentido antropológico
de la mano del psicólogo Carl Gustav Jung. En
su lectura, Quirón es el arquetipo del ‘sanador herido'
siendo la polaridad su trama básica: el sanador lo es
porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye
una paradoja existencial de rango universal que
se encarna en cada persona, tanto en la que busca
curar su dolor como en la que ofrece curación. Para
llegar a este aserto, parte de su original noción de
‘arquetipo' que se define como una imagen ancestral
autónoma relacionada con motivos universales de
las religiones, los mitos y las leyendas, que constituye
junto a otras imágenes arquetípicas la estructura básica
del inconsciente colectivo. Pero lo inconsciente
no implica necesariamente la fatalidad. Jung insinúa
que hay un juego entre lo determinante del arquetipo
y la libertad de la persona: “no se trata, pues, de
‘representaciones' heredadas, sino de ‘posibilidades'
heredadas de representaciones. Tampoco son herencias
individuales, sino, en lo esencial, generales,
como se puede comprobar por ser los arquetipos un
fenómeno universal”. Asimismo, este carácter universal
del arquetipo queda evidenciado en la paradoja
de los opuestos que constituyen la psiquis -instintos
y espiritualidad, afectividad y razón, miserias
y grandezas, tensión entre bien y mal, vicio y virtud,
dolor y alegría, angustia y esperanza, etc.-, los cuales
deben ser integrados y armonizados si queremos
llegar a ser ‘individuos maduros'. Aunque, como diría
Miguel de Unamuno, el hombre ‘de carne y hueso' es
constitutivamente un ser paradojal y debe aprender
a vivir con su insita contradicción.
El ‘sanador herido' es por esta razón la figura
arquetípica de la relación terapéutica, donde
el analista ejecuta el arte de curar más allá de un
método o una terapia puntual, involucrando todo
su ser en ese acto y empatizando con la herida del
paciente que le rememora y activa su propia herida
devolviéndole así su percepción, de modo que
paciente y analista se ‘pasan' sus roles haciendo
fructíferamente sanador el dolor de ambos. Jung,
adelantándose a Carl Rogers y a Martin Buber, ya
sabía que ningún proceso terapéutico funciona sin
el involucramiento de la subjetividad que implica la
relación personal. “La psicoterapia y los análisis son
tan distintos como los mismos individuos. Yo trato a
cada paciente lo más individualmente posible, pues
la solución del problema es siempre personal. (…)
nos dice que no sólo le da al paciente
la oportunidad de encontrar un sentido a sus heridas,
sino que se da a sí mismo esa oportunidad,
reconociendo que en el fondo somos susceptibles
de adoptar aquellas interpretaciones con las que
estamos secretamente de acuerdo.
Ahondando en su trasfondo antropológico,
ya fuera del pensamiento de Jung, Quirón se nos
presenta como ese sanador herido que llevamos
dentro todos, con mayor o menor conciencia, esa
imagen interior de cada persona que se eleva a lo
más alto de su espíritu tratando de comprender
qué es lo que Dios quiere de ella y así, desde la comprensión
de su misión, superar o asumir el dolor y
la enfermedad que son parte sustancial de la vida
personal. Mientras más se haya sufrido y madurado
a través del dolor, más capacitados estaremos para
sanar y ser sanados. Por eso también Quirón, anticipándose
a la buena nueva evangélica, representa
en cada persona a ese ‘sacerdote' que el cristiano
inaugura a partir de su bautismo. El sacerdote
porta todo lo que su preciosa etimología nos dice:
él es sacer-dos, ‘don sagrado' que cura, sana y salva.
Por eso no sólo lo es el sacerdote ordenado por la
Iglesia en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, sino cada uno de los cristianos: “El bautizado
deviene regalo sagrado para su prójimo, y por
ello decir ‘sacerdote' es lo mismo que decir ‘misionero
consagrado del Espíritu Santo'”. Y si misionero
es quien porta una ‘misión' con la cual establece
un ‘com-pro-miso' -ambos términos derivados del
verbo latino mitto, enviar-, todos somos misioneros
convertidos y enviados en misión salvífica.
No nos ha de extrañar pues que lo arquetípico
inconsciente haya coincidido en elaborar en las diferentes
religiones primitivas la idea de un sanador-salvador
que libere al hombre de su situación de homo
in-firmis, de ser infirme sujeto a enfermedad, física,
psíquica o moral, debida a los múltiples condicionamientos
inherentes a su finitud corpórea, al asedio
del mal que hiere y provoca su libertad, o a su incapacidad
de alinear su vida a las exigencias históricas
PERSONA y Trascendencia
y personales del espíritu. Pero ahora, a la idea de un
sanador-salvador, que de alguna manera podría remontarse
también al antiguo arquetipo del ‘héroe',
se suma la de estar herido o enfermo a su vez, condición
ésta ajena a la fortaleza del héroe, con lo cual
la lógica habitual parece enloquecer o quedar anonadada,
sin respuesta alguna. ¿Quién, diría la lógica
usual, estando herido podría tener el poder de curar?
Pues no es tan simple inferir tal consecuencia si interpretamos
con Luis Cencillo, que “las manifestaciones
del inconsciente y del subconsciente presentan una
estructura y unos valores que concuerdan perfectamente
con los de las manifestaciones conscientes,
y como estas últimas son ‘razonables', en el sentido
de que se justifican lógicamente, se podría hablar
de una lógica sub o transconsciente que no fuera
necesariamente y siempre heterogénea a la lógica
racional”. Hay sin duda en Quirón un coeficiente
de alogicidad que resbala por las mallas lógicas del
discurso, pero no para caer en el vacío o el absurdo
sino para inscribirse en una lógica distinta que ya comienza
a insinuarse en aquel tiempo desde el centro
cordial que nos habita: es la ‘lógica del amor', propia
del místico, más abarcativa y superadora aunque no
negadora de la racional, que emerge libremente de
la condición relacional y amorosa de la persona humana
parada ante la presencia del amor divino
Hasta este límite, el primer vestigio. Vamos
ahora por nuestro segundo vestigio del ‘sanador herido',
para lo cual es necesario producir un salto hermenéutico
del mito a la revelación, de Quirón, símbolo
de la paradoja viviente de una humanidad enferma
y redimible, a Jesucristo, el salvador herido de
vulnerabilidad convertida en cruz por estricto amor
Para entender la lógica del amor debemos
partir de esta convicción: “Si convenimos con Pascal
en que conocemos la verdad no sólo por la razón sino
también por el corazón, o con san Agustín en que no
se entra a la verdad sino por la caridad, es porque la
evidencia de las razones tiene un límite que es rebasado
por la evidencia cordial que accede a
sí misma, de esas ultimidades a las que sólo llega el
amor, y por ende, el corazón”.
al hombre, un salto que sólo el decir del místico puede
producir a la altura que el tema lo amerita.
“El ciervo vulnerado”, la paradoja de la cruz
La paradoja, como venimos viendo, siempre
necesita ser iluminada, narrada, develada y, por supuesto,
tuvo que ser un místico su develador. Un
místico cristiano que puso palabras a lo indecible
del amor divino del Hijo de Dios capaz del máximo
sufrimiento y de la máxima entrega por puro amor
a la humanidad. Así versificó san Juan de la Cruz la
paradoja de la vulnerabilidad divina, que sólo su inconmensurable
amor al hombre le puede infligir:
“Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma,
al aire de tu vuelo, y fresco toma”.
La poesía, además de su patente belleza, contiene
un altísimo significado místico que nadie mejor
que su autor puede revelar: “Compárase el Esposo al
ciervo; porque aquí por el ciervo entiende a sí mismo.
Y es de saber que la propiedad del ciervo es subirse a
los lugares altos, y cuando está herido vase con gran
prisa a buscar refrigerio a las aguas frías; y si oye quejar
a la consorte y siente que está herida, luego se va
con ella y la regala y acaricia. Y así hace ahora el Esposo,
porque viendo a la Esposa, herida de su amor,
Él también al gemido de ella, viene herido del amor
de ella; porque en los enamorados la herida de uno
es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los
dos. Y así es como si dijera: Vuélvete, esposa mía, a
mí, que si llagada vas de amor de mí, yo también,
como el ciervo, vengo de ésta tu llaga llagado a ti,
porque soy como el ciervo, y también en asomar por
lo alto; que por eso dice: por el otero asoma”.
El entorno hermenéutico del ‘ciervo vulnerado'
es el amor esponsal de los enamorados que, desde
el veterotestamentario Cantar de los cantares, los
místicos cristianos han elegido como el ‘icono analógico'
del amor entre Dios y el hombre, cuando éste,
San Juan de la Cruz: Cántico espiritual,
Canción XIII.
Sobre el recurso hermenéutico de la ‘analogía
movido por una gran fe en el misterio de Jesús -fe
que se trasunta en amor-, busca anticipar mediante
la experiencia mística el encuentro con Quien es objeto
de su fe y su amor, sin olvidar que es precisamente
ese Dios Persona quien lo buscó y amó primero.
Por eso, para Juan de la Cruz, Cristo es el Esposo
amante y él la Esposa amada, la ‘consorte herida' que,
más allá de la irrepetible relación personal, simboliza
a la humanidad entera necesitada del don y la caricia
del ‘ciervo vulnerado' porque “en los enamorados la
herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento
tienen los dos”. La clave radica en la com-pasión
-el sentir con el otro- inherente al amor que de
suyo exige reciprocidad, como toda relación amorosa.
Pero la diferencia estriba en la magnitud del amor
que Uno y otro pueden dar: Cristo al hacerse hombre
se humana y abaja a la condición finita -se hace
humus, humilde- pero sigue siendo Dios y por tanto,
en su infinitud, rebasa toda medida siendo su límite
insondable para el hombre. En tanto, el hombre actual,
herido de ‘poca fe' ni siquiera se asoma a su
propia medida en respuesta recíproca al gran amor
que Dios ya le ofrece sin medida: es el manikós eros
-‘el amor loco de Dios para el hombre'- que desborda
en la ‘locura de la cruz' renunciando libremente, por
amor, a su omnipotencia formal. “Dios puede todo,
menos forzar al hombre a que lo ame”.
Es por eso que Jesús, verdadero hombre y
verdadero Dios, se manifiesta a la persona respetando
su medida finita y, ante todo, su libertad. No se
anuncia con trompetas ni en altavoz sino que “por el
otero asoma”, con la humildad del ciervo buscando a
su consorte herida. “Porque la contemplación es un
puesto alto por donde Dios en esta vida se comienza
a comunicar al alma y mostrársele, mas no acaba;
que por eso no dice que acaba de parecer, sino que
asoma; porque por altas que sean las noticias que de
Dios se le dan al alma en esta vida, todas son como
icónica' apropiada al discurso místico y teológico,.
unas muy desviadas asomadas”. Como las ‘asomadas'
de la vida cotidiana, en la que Dios apenas
se asoma si el alma no se abre y desfallece ante su
amor. Al igual que en el amor entre hombre y mujer,
sólo cuando los enamorados se unen en un mismo
sí el encuentro se consuma en un abrazo pleno. No
es casual que el místico haya elegido la figura de los
esposos para hacer un retrato fiel del ‘ciervo vulnerado'
enamorado de la humanidad, o mejor, de cada
hombre y de cada mujer, personal e íntimamente.
Y por fin dice el poema que nos ocupa: “al aire
de tu vuelo, y fresco toma”, refiriéndose al aire como
el espíritu de amor y al vuelo como la contemplación
del éxtasis místico causada por este amor. Porque
Dios no se comunica propiamente al alma por el vuelo,
la contemplación o la visión mística, sino por el
aire del vuelo, es decir, por el amor implicado en dicho
conocimiento. “Y de aquí es que aunque un alma
tenga altísimas noticias de Dios y contemplación, y
conociere todos los misterios, si no tiene amor, no le
hace nada al caso, como dice san Pablo (1 Cor., 13, 2)
para unirse con Dios. (…) Esta caridad, pues, y amor
del alma hace venir al Esposo corriendo a beber de
esta fuente de amor de su Esposa, como las aguas
frescas hacen venir al ciervo sediento y llagado a tomar
refrigerio”.
En suma, Jesús está vulnerado porque nosotros
estamos vulnerados, Jesús está herido porque
nosotros estamos heridos, y su herida es doble: está
vulnerado por amor y está herido por nuestro pecado
que es enfermedad, por eso Él mismo se hace
salvación y sanación para el hombre. Dijo Jesús en la
cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”
, y cuando uno no sabe lo que hace es porque
está enfermo, alienado, actúa fuera de sí como un insensato,
es ‘ciego y sordo': el pecado no es otra cosa
que la enfermedad del espíritu. Pero Jesucristo vino
a ‘salvarnos' que es lo mismo que decir que vino a ‘sanarnos':
“En hebreo, salvación (yéchà) significa liberación
total y en griego el adjetivo sôs corresponde
al sanus latino y quiere decir devolver la salud. La expresión
‘tu fe te ha salvado' incluye su sinónimo ‘tu fe
te ha sanado'. Por eso el sacramento de la confesión
se concibe como ‘clínicamente medicinal' y la euca-
San Juan de la Cruz: Cántico espiritual,
PERSONA y Trascendencia
ristía, según san Ignacio de Antioquía, es ‘remedio de
inmortalidad'”
Pero ¿de dónde procede el poder sanador de
Jesús? Precisamente de su herida, que no es cualquier
herida sino la herida de su costado, donde
tiene asiento su sagrado corazón. Como ha sabido
entender Dietrich von Hildebrand, Jesús mismo en
los Evangelios “nos concede penetrar en el secreto
más santo e íntimo: se nos permite contemplar un
destello de las heridas infligidas a su Corazón por la
infidelidad sus discípulos o por la indiferencia de Jerusalén
y del pueblo elegido; tenemos el privilegio
de contemplar su tierno amor por sus discípulos, su
continuo mirar a sus supremo sacrificio, su ansiedad,
su soledad” Quien entra en el corazón herido de
Jesús entra al sufrimiento de la humanidad entera a
la que ama, pero a su vez entra a su misterio y a su
remedio divino centrado en la cruz. Quien entra allí
no escapa del mundo sino que lo penetra en su corazón,
en toda su hondura y anchura. Ha dicho el teólogo
irlandés William Johnston: “Afirmo de nuevo que
el misterio de Cristo se centra en su cruz. Eso quiere
decir que es el misterio de los pobres, los enfermos,
los afligidos, los perturbados, los encarcelados, los
moribundos y de todas las personas que sufren, con
las cuales se identifica Jesús. Es el misterio del explotado,
del manipulado, del aterrorizado, del oprimido.
Es el misterio de la guerra nuclear, del hambre, de la
injusticia, de la angustia humana. Es tu misterio y el
mío cuando sufrimos y cuando pecamos”.
Parece que a partir del misterio de la ‘lógica
del amor' que Jesús inaugura, sobre la mayor debilidad
-la herida, el sufrimiento, la cruz- se yergue la
mayor fortaleza -la sanación, la justicia, la salvación.
Cuando seamos capaces de comprender la unidad
esencial entre la herida y la sanación que Jesús -el
Maestro sanador herido- ha venido a entregar al
mundo, nuestro modo de mirar, de vivir y de curar
virará 360º convirtiendo nuestra centralidad actual,
desviada, depauperada y confundida, en la centralidad
del corazón, única revolución capaz de sanar
al otro y a sí mismo desde el poder insondable del
amor, tal como el personalismo comunitario viene
proponiendo al mundo desde la voz inconfundible
Adam, el amor que cura
¿Quién puede dudar del poder del amor? Dios
ha querido que sean las creaturas más frágiles de la
creación, los enfermos, los pobres, los discapacitados,
los puentes tendidos hacia su amor incondicional,
pues ellos desde su vacío y su nada concebidos
por nuestra fría lógica, lo pueden todo, pueden lo
que ninguno de nosotros ha podido jamás: ser reflejos
vivos, desnudos y puros del amor divino, quizás
por estar justamente libres de las ‘vestimentas' de la
moda, del intelecto, del ego y de tanto más. Así lo
fue descubriendo Henri Nowen, teólogo destacado
y gran divulgador de la espiritualidad cristiana, al conocer
y convivir con Adam, un discapacitado intelectual
cuya única capacidad era su mirada, que era su
presencia: no podía caminar, ni hablar, ni entender,
limitándose su existencia a una silla de ruedas y a la
compasión de quienes lo ayudaban. ¿A qué? Simplemente
a vivir, porque solo se hubiera muerto de seguro,
como un recién nacido que se lo abandonara
a sus propios medios. Pero dejemos hablar a quien
vivió esta historia: “Para la mayoría, Adam era una
persona discapacitada con muy poco que ofrecer y
que suponía una carga para su familia, su comunidad
y, en último término, la sociedad. Y mientras se
le considerara de esta forma, su verdad permanecería
oculta. (…) Adam no poseía virtudes excepcionales
en grado heroico: no destacó en nada de lo que
suele escribir la prensa. Pero yo estoy convencido de
que Dios eligió a Adam para manifestar su amor en
su fragilidad. Cuando afirmo estas cosas no pretendo
hacer de él un héroe romántico ni ponerme sentimental.
Adam, al igual que todos nosotros, fue una
persona limitada, más limitada que la mayoría, y que
no podía expresarse con palabras. Pero fue también
una persona completa y un hombre bendito. Su debilidad
le convirtió en un instrumento sin igual de la
gracia de Dios. Llegó a revelar la presencia de Cristo
entre nosotros”
Amado y cuidado por sus padres, Adam vivió
en su casa hasta los 18 años, pero tras agravarse su
afección cerebral por un accidente tuvo que ingresar
a un hospital para enfermos crónicos porque ya sus
padres no tenían la fuerza ni los medios para prestarle
todos los cuidados que requería. Cinco años vivió
Adam en este hospital de Canadá, cuyo ambiente
impersonal y falto de estímulo agravó su estado,
perdiendo mucho peso y la capacidad para moverse
solo. Fue ésta la etapa oculta de la vida de Adam, la
etapa de mayor sufrimiento espiritual donde la nada
era la habitación que lo acogía, una nada análoga a
la ‘noche oscura' y al ‘desierto' en los que, no sólo Jesús,
sino de su mano muchos místicos y espirituales,
fueron probados en su fortaleza y en su fe. Llegados
aquí, resulta inevitable el paralelismo con la vida doméstica
de Jesús. “Jesús no vino a este mundo con
fuerza y poder. Vino vestido de humildad. La mayor
parte de su vida transcurrió oculta, participando de
nuestra condición humana como bebé, como niño
pequeño, como adolescente inquieto y como adulto
en su madurez. La vida oculta de Adam, como la de
Jesús de Nazareth, fue una preparación invisible para
cuando llegara la hora de dar testimonio ante gran
número de personas (…). No quiero decir que Adam
fuera otro Jesús. Lo que digo es que en la vulnerabilidad
de Jesús podemos ver la vida en extremo vulnerable
de Adam como una vida con un significado
espiritual supremo. (…) Adam llevaba en su interior
una luz resplandeciente. Era la luz de Dios”.
A los 24 años Adam ingresa a la ‘vida pública'
en Daybreak, la llamada “Comunidad del Arca” donde
su signo distintivo es el amor con que conviven
los discapacitados y sus cuidadores, una verdadera
comunidad de ideales personalistas. El Arca es una
federación internacional de comunidades, basada
en las bienaventurazas y fundada por el canadiense
Jean Vanier en 1964. Allí, bajo este espíritu, Henri
conoció a Adam y permaneció junto a él con algunas
intermitencias hasta su muerte ocurrida a los 34
años. Y ya su vida no pudo ser la misma. “Vivir cerca
de Adam y de los demás me había aproximado a mis
propias vulnerabilidades. Si bien al principio parecía
muy claro quién era discapacitado y quién no, la
vida juntos día tras día desdibujó las fronteras. (…) Y
cuando tuve el valor de mirar con mayor profundidad,
de hacer frente a mis necesidades emocionales,
a mi incapacidad para rezar, a mi impaciencia y a mi
nerviosismo, a mis inquietudes y temores, la palabra
‘deficiencia' empezó a cobrar un significado completamente
nuevo. (…) En este ambiente amable, afec- tuoso, sin rivalidad, sin
que nadie destacara sobre
los demás y sin mucha presión para distinguirme yo
mismo, experimenté lo que no había podido ver o
experimentar con anterioridad. Me enfrenté con una
persona muy insegura, necesitada y frágil: yo mismo.
Desde este punto de vista aventajado, comprendí
que Adam era el fuerte. Siempre estaba allí, callado,
tranquilo y estable en su interior.
El camino de la sanación para Henri y para
los que compartimos su historia, había comenzado
a través de Adam y de toda la vulnerabilidad que él
encarnaba. Como Quirón remotamente y como Jesús
cercanamente, Adam había venido a este mundo
para cumplir una misión especialísima: anunciar con
su vida el misterio maravilloso de saber que somos
queridos, amados, completos, independientemente
de nuestras capacidades y méritos, y todo ello porque
Dios es nuestro padre. Tras su joven muerte, su
mensaje se amplificó, nosotros lo divulgamos y él renovó
desde su discapacidad el anuncio de que la salvación
viene siempre de la mano de la cruz de otro.
Adam vino, sencillamente, a curar nuestras heridas
y a reconciliarnos con ellas porque su cuerpo roto
sembró semilla de vida entera y nueva en la resurrección
a que todos estamos llamados. Pero su misión
no ha terminado porque es necesario que muchos
sean sanados por su contacto, y porque “el amor no
acaba nunca”, como el amor y la vida de Dios. Antes
de morir Jesús dijo: “Pero yo os digo la verdad: os
conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el
Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo
enviaré; (…) Cuando venga él, el Espíritu de la verdad
os guiará hasta la verdad completa”.
A la luz de este relato que se me dio un día a
conocer, yo misma ya no pude ser la misma ni pensar
lo mismo ni sentir lo mismo, porque también había
sido ‘tocada' por Adam, aunque no tuve su contacto
físico. No fue necesario, la imaginación lo suple en
gran medida y mi empatía con él fue inmediata. Pero
a la vez cada uno puede hallar en su entorno cercano
a su propio ‘Adam', y si no lo tiene a mano debe
buscarlo hasta encontrarlo, quizás un pobre, un enfermo,
un inválido, un amigo perdido, pues la vida ha
sido generosa y nos ha bendecido con estos seres de
aparente minusvalía que nos salvan desde su dolor.
PERSONA y Trascendencia
“Todos los que lo tocaban quedaban curados”, decían
los apóstoles de Jesús. De la misma manera, “el
tocar pobre”, en la rica expresión de Carlos Díaz, debería
ser la piedra angular para una vida con pie en el
peso del amor. Aunque aquí no sirven las recetas, ni
los mandatos éticos, ni las conclusiones discursivas,
sino lo que cada cual pueda elaborar en la intimidad
de su corazón, acatando el tiempo interior que espera
paciente el acuerdo con el Tú infinito que un día
llegará iluminado por la luz de uno de estos seres de
luz. Ellos están ahí, son ‘el acontecimiento' que la vida
nos ha preparado.
Termino, no con conclusiones (las dejo a cada
uno), sino con este testimonio que escribió Nouwen
tras la muerte de Adam:
“Éste es el hombre que me ha puesto en contacto
más que ningún otro, conmigo mismo, con mi
comunidad y con mi Dios. Éste es el hombre que se
me encomendó cuidar, pero que me metió en su
vida y en su corazón con una fuerza increíble. (…)
Éste es mi consejero, mi maestro y mi guía, que no
pudo nunca dirigirme una palabra, pero que me enseñó
más que ningún libro, profesor o director espiritual.
Éste es Adam, mi amigo, mi querido amigo, la
persona más vulnerable que he conocido y al mismo
tiempo la más fuerte. Ahora está muerto. Su vida ha
terminado. Su tarea está cumplida. Ha regresado al
corazón de Dios, de donde provenía”.
Sólo me pregunto en voz baja, ¿cuántas veces
en la vida habremos dejado ir a ese ‘sanador herido'
que Dios nos tenía destinado?
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